The Objective
Javier Benegas

El golpe lento

«El problema no es sólo un personaje sin escrúpulos como Sánchez sino el muro de silencio y las fallas institucionales que han impedido neutralizarlo a tiempo»

Opinión
El golpe lento

Ilustración de Alejandra Svriz.

En cualquier democracia funcional habría bastado una décima parte —qué digo una décima, ¡una centésima parte!— de lo que ha sucedido en España para que el presidente del Gobierno estuviera dimitido y se hubieran celebrado elecciones generales hace bastantes meses. Aquí, sin embargo, ninguna de las dos cosas ha sucedido. Es más, ahí sigue Sánchez, a pesar de que la mugre aflora de manera tan virulenta que lo que descubrimos hace tan sólo unas semanas resulta casi una broma en comparación con lo que hoy conocemos. Y así sucesivamente, un día tras otro, sin final a la vista.  

Es lógico que con este alud de revelaciones Sánchez se haya convertido en el objetivo de todos los objetivos para los mejores y más correosos francotiradores de la prensa. Pero lo preocupante no es que Sánchez parezca inmune al fuego de saturación de un ecosistema mediático alzado en armas. Lo verdaderamente inquietante es que hasta como quien dice hace dos telediarios ese mismo ecosistema actuara como su chaleco antibalas.

Quizá el problema de fondo no es un personaje sin escrúpulos, sino el muro de silencio y las fallas institucionales que han impedido neutralizarlo a tiempo.

Así llegamos a la paradoja de un país supuestamente democrático donde el presidente no dimite ni cuando los suyos lo piden por lo bajo. Un país donde un fiscal general del Estado ha sido ministro de Justicia y el que le ha seguido ha acabado imputado en el Supremo. Donde la directora de la Guardia Civil dimite por corrupción y al día siguiente se la repesca como delegada del Gobierno. Donde los Ábalos y Cerdanes se dedican a trolear a los jueces y a la opinión pública.

Donde se premia a la principal responsable del destrozo del sólo sí es sí con un suculento escaño en el Parlamento Europeo. Donde la mujer del presidente hace negocios con la asistencia del Estado mientras los fiscales miran el artesonado del techo y el CIS hace encuestas sobre si el techo les parece más alto o más bajo. Y donde el Tribunal Constitucional, en vez de salvaguardar la Constitución, avala el golpismo secesionista siguiendo instrucciones del Ejecutivo.

Todo esto no es nuevo. Sólo es mucho más obsceno.

«La Moncloa no es un despacho de primer ministro: es una corte al más puro estilo absolutista»

Los explicaba espléndidamente el historiador Guillermo Gortázar en una reciente entrevista en Onda Cero. Si algo simboliza la deriva cesarista de España, es precisamente el lugar donde se ejerce: el Palacio de la Moncloa. En ningún país europeo, ni siquiera en las democracias más presidencialistas, existe un complejo gubernamental tan sobredimensionado y hermético. Si acaso, en los Estados Unidos hay algo equiparable en cuanto a tamaño, pero no así en hermetismo. Claro que ese país, más que un país, es casi un imperio.

La Moncloa no es un despacho de primer ministro: es una corte al más puro estilo absolutista. Con más de 2.000 empleados entre asesores, conductores, personal de seguridad y cargos de confianza. Un fortín amurallado donde el poder se convierte en superstición, el boato reemplaza a la realidad y quien se mueve no sale en la foto. Alguien dijo que los presidentes entran por la verja de la Moncloa como personas más o menos razonables… y salen por la misma como personajes trágicos. O, como probablemente suceda con Sánchez, como siniestras caricaturas.

Que nuestro impresentable presidente haya encontrado en el cesarismo soterrado de nuestro modelo político su lugar natural no debería sorprender. Lo que sí debería hacerlo es lo fácil que le ha resultado tomarlo al asalto con una amalgama de fuerzas políticas cuya carta de presentación es aborrecer a España. ¿Alguien imagina a un primer ministro británico dependiendo de partidos que abominan de su historia o celebran el terrorismo?

Para que esto haya sucedido, antes han debido fallar muchas cosas. Entre otras, una ley electoral que sobrerrepresenta a las minorías territoriales, una justicia politizada desde hace décadas y una administración que ha sido fagocitada por el clientelismo a una escala sencillamente brutal. Pero detrás de todos estos síntomas estaría uno de los grandes errores —posiblemente el mayor— de la Constitución española de 1978. El texto, redactado bajo la sombra de una dictadura de casi 40 años y la amenaza latente del golpe, confió en que los partidos políticos serían los vehículos virtuosos del pluralismo democrático. Pero lo que entregó fue una arquitectura institucional que convertía a los partidos no en instrumentos al servicio de los ciudadanos, sino en los dueños del sistema.

“Más impuestos, peores servicios, más abuso de poder, menos país. ¿Todo esto se explica sólo con Sánchez?”

Según los partidos tomaron conciencia del enorme poder que les había sido concedido y empezaron a explotarlo, los españoles comenzaron a empobrecerse. Lo que explica por qué sus rentas, si se tiene en cuenta la inflación, sean las mismas desde hace 30 años. Cada vez pagamos más por menos. Más impuestos, peores servicios, peores trenes y peores carreteras. Más regulaciones, menos libertad. Más clientelismo, menos rendición de cuentas. Más abuso de poder, menos país. ¿Todo esto se explica sólo con Sánchez?

Quizá uno de los mayores fracasos de nuestra mediática democracia es el abuso del periodismo sobre el análisis fundamentado. El primero, por su propia naturaleza, vive en el presente. Su función es registrar lo inmediato, informar de lo que acontece, jerarquizar titulares y contar los hechos, con la mayor honestidad posible. El análisis, en cambio, intenta ver lo que no se ve a simple vista, busca patrones, causas remotas, síntomas subyacentes. El periodismo informa sobre el terremoto. El análisis intenta identificar qué fallas lo provocaron.

Ambos son necesarios, pero no son lo mismo. Cuando el análisis desaparece, las noticias se convierten en píldoras de indignación que tragamos una tras otra hasta casi atragantarnos, impidiéndonos coger el aire necesario para hacer las preguntas fundamentales: ¿cómo hemos llegado aquí?, ¿cuándo empezó a romperse todo?, ¿quién dejó de hacer lo que debía y por qué?

Fernand Braudel escribió que los hechos son polvo, y el polvo sólo cobra sentido cuando lo barre el viento largo de la historia. El periodista puede y debe contar ese polvo. Pero sólo el análisis puede distinguir qué viento lo levanta. El problema es que hoy lo que impera es el presente continuo. Cuando aparece un escándalo, todos corren a contar qué ha pasado. Pero casi nadie se detiene a preguntar por qué ocurre una y otra vez lo mismo, qué lo hace posible.

«Cuanto más se habla de Sánchez, menos se habla del ‘statu quo’ que lo ha hecho posible»

Esto se ve muy claro en el caso de Pedro Sánchez, convertido hoy en el objeto de atención total. Hay noticias cada día. Escándalos cada semana. Titulares, filtraciones, exclusivas. Pero cuanto más se habla de Sánchez, menos se habla del statu quo que lo ha hecho posible, de la montaña que no parió un ratón, sino una rata. Como si su proverbial villanía lo explicara absolutamente todo.

Aquí es donde el análisis debería entrar, con un bisturí, no con un micrófono. Pero no entra. Y no entra porque el ecosistema mediático y el propio sistema no tolera las pausas, las preguntas difíciles ni los diagnósticos que no caben en un titular o la sumo en un tuit. Sin embargo, sin análisis serio, crítico y con memoria, el periodismo se vuelve espuma, del mismo modo que sin periodismo riguroso, el análisis se vuelve conspiración. Necesitamos ambos.

Hasta que los medios no pongan el foco también en el sistema, en sus fallos, seguiremos atrapados en un bucle, en una espiral donde el drama de ayer siempre nos parecerá una comedia a la luz de nuevas revelaciones que no cesan. La única forma de romper este círculo vicioso es entender que el problema no es sólo Sánchez, que es también el sistema y las pésimas costumbres que lo acompañan lo que nos ha colocado a los pies de los caballos. Un poder donde todo parece diseñado para que nadie escuche, nadie vea y nadie recuerde.

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