Heredar un futuro
«Hoy comprobamos que el debate público lo dirigen fanáticos, cínicos y bufones. Habría que recuperar un país donde el mérito y la libertad no resulten sospechosos»

Ilustración de Alejandra Svriz.
De vuelta de Madrid, pienso que España recuerda los paisajes de El Greco: su cielo vibrante y encendido, atravesado por nubes de tormenta. La política arde este verano como el termómetro, sin ofrecer ninguna expectativa real de futuro. Al menos a corto plazo, hasta que se convoquen nuevas elecciones.
La economía pasa por ser la joya de la corona del Gobierno Sánchez, aunque los datos de crecimiento de estos últimos años apenas enmascaran una realidad más dura: el empobrecimiento general de un país que desde hace décadas se aleja de los estándares de sus vecinos europeos. Ya quedó atrás el tiempo primaveral, cuando la demografía era joven y la macroeconomía acompañaba el vigor de las primeras multinacionales españolas. En aquellos años se tomaron decisiones erróneas que se pagarían –¡y de qué modo!– durante el crac de las subprime: una crisis que derivó en deuda soberana y que casi termina con el euro.
El presente es siempre consecuencia del pasado («por sus frutos los conoceréis», leemos en los Evangelios), pero también de nuestra mirada hacia el porvenir, de nuestros anhelos y esperanzas. ¿Qué moviliza hoy nuestra voluntad? ¿Quiénes queremos ser dentro de cinco, diez o quince años? Los números no mienten: incluso las mínimas variaciones en crecimiento económico y productividad acaban dibujando geografías completamente distintas. Sólo un dato: frente a los dorados últimos años del siglo XX, cuando el PIB crecía un 4% anual, el incremento real per cápita ha caído a un exiguo 2% desde principios del presente milenio. Esta merma se acumula como polvo sobre un retrato antiguo, apagando el brillo de lo que pudo haber sido. Pero también nos engañaríamos si creyésemos que sólo nos define el pasado. Al igual que un imán, las ideas atraen el futuro.
Junto a las malas ideas –una cultura que da la espalda al crecimiento y a la libertad, y que confunde la innovación con el amiguismo–, el lastre más acuciante es la deuda pública y el envejecimiento demográfico. Ambas fuerzas van de la mano y reducen nuestra capacidad de maniobra. Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff, en su célebre estudio sobre el endeudamiento, apuntaron que cuando la deuda pública supera el 90% del PIB, el crecimiento se reduce un tercio. En España, con una ratio superior al 100%, se cumple esta ecuación. Cada euro de deuda genera hoy menos de un euro de crecimiento: un contraste desolador con un pasado en el cual el endeudamiento funcionó como motor de arranque.
«Ninguna sociedad sobrevive sin imaginar un futuro que vaya más allá de una legislatura»
El pago de intereses –que devoran una porción creciente del presupuesto– confirma la advertencia de Niall Ferguson: cuando el servicio de la deuda eclipsa el gasto en defensa, las naciones pierden su grandeza. A ello se suma el invierno demográfico, que traslada el agujero presupuestario de la innovación, la vivienda y las infraestructuras al pago de pensiones y a un gasto sanitario cada vez mayor.
En este contexto, los jóvenes saben que no heredarán una promesa. Hay una factura que saldar y una fiesta que concluir. Ninguna sociedad sobrevive sin imaginar un futuro que vaya más allá de una legislatura. Hace falta una ética capaz de desalojar a los farsantes que han convertido la política en un club de la comedia. Pero esa ética debe basarse en una memoria del bien y orientarse hacia el porvenir.
¿Cómo se edificaron nuestros mejores años? ¿Qué sacrificios aceptamos? ¿Qué anhelo compartido sostuvo entonces nuestra mirada? Hoy comprobamos que el debate público lo dirigen fanáticos, cínicos y bufones. Habría que empezar por hacer oídos sordos a sus cantos de sirena, y recuperar un país donde el mérito y la libertad no resulten sospechosos, donde crecer no sea sinónimo de codicia y donde una demografía favorable devuelva la sonrisa a una tierra que ha olvidado que sólo se construye desde la esperanza.