The Objective
Jasiel-Paris Álvarez

'El juego del calamar' es una realidad para miles de españoles

«Ahora el Gobierno nos vende el gran logro de adelantar en PIB a Corea del Sur, un país de desigualdad, precariedad, deuda y suicidio»

Opinión
‘El juego del calamar’ es una realidad para miles de españoles

'El juego del calamar'.

El último gran logro que nos vende nuestro Gobierno es que España adelantará en PIB durante 2025 a Corea del Sur. Es un éxito regulero por tres motivos. Uno: porque España ya estaba antiguamente por delante de Corea, pero fuimos cayendo, de forma que no estamos ante ningún crecimiento meteórico sino ante una discreta recomposición (y no porque subamos mucho nosotros, sino porque Corea cae por estar atravesando una crisis). Dos: el crecimiento de España a nivel macro convive con nuestro paro juvenil disparado, una infraestructura decadente y un acceso imposible a la vivienda. Tres: Corea del Sur, por mucho que venga de un pasado «milagro económico», es un país lastrado por la desigualdad, la precariedad, los ansiolíticos y la depresión, así como tantos otros males que acechan también a España. 

Muchas de estas aberraciones sociales configuran el trasfondo de El juego del calamar, la exitosa serie de Netflix que acaba de concluir, «una crítica de las sociedades capitalistas modernas y de la competencia extrema», en palabras de su director Hwang Dong-Hyuk. Y es que Corea del Sur padece una versión particularmente brutal del capitalismo: el poder de los chaebols, élites herméticas que dirigen empresas tan enormes y despiadadas, como Samsung. Por eso el audiovisual surcoreano destaca en su descarnado retrato de la explotación laboral: The Host (2006), Parásitos (2019) o Extracurricular (2020). Pero Corea del Sur no es un caso aislado y extremo de desigualdad económica, facturas impagables, colapso familiar y aumento de la deuda. Por el contrario, este país está en la última fase de un juego mortífero al que el resto de naciones también hemos entrado.

El primer juego de la serie consiste en lanzar un papel plegado contra el de un contrincante, con el propósito de volteárselo. Quien pierda tiene que pagar, o seguir jugando a cambio de recibir un bofetón. Cuando sean invitados a los juegos del calamar, donde los perdedores serán físicamente eliminados, los jugadores supervivientes se preguntarán, horrorizados, en qué momento dieron su consentimiento para participar en tales barbaridades. Y los organizadores de los juegos les mostrarán la grabación del momento del bofetón. ¡Aquel fue el preciso instante en el que el protagonista y otros tantos como él firmaron un contrato implícito de exterminio! El momento en que los perdedores económicos aceptan que, para mantenerse en el juego de la vida, es necesario poner la cara, la salud y el propio cuerpo, que es normal trabajar hasta morir como un barrendero bajo la ola de calor, o hasta los 75 años, o renunciando a bajas y prestaciones vitales para no perder el favor de la empresa, o aunque no llegue el salario ni para evitarse las penurias de la pobreza energética, o comiendo poco y durmiendo menos por exigencias del horario, o con repartidores deslomándose como bestias de carga para sobrevivir.

Hasta que llegue el día profetizado por Chesterton, en que algún patrón decida recuperar el látigo para sus trabajadores (cosas parecidas se ven ya en las Coreas). Quién sabe si este camino de la bofetada podría conducir también a una época en que los superricos decidan deshacerse de millones de humanos improductivos, como sugirió el profesor e historiador Harari en su libro Homo Deus. Por lo pronto, Corea del Sur ya se ha convertido en un gran campo de exterminio blando, en que se padecen los mayores índices de suicidio y se soportan extenuantes jornadas laborales no reconocidas de 64 horas semanales. La misma tendencia que algunos quieren traer a Occidente.

«El juego más endiablado de todos consiste en tapar las tiranías del comercio bajo el manto de la democracia»

Pero el juego más endiablado de todos consiste en tapar las tiranías del comercio bajo el manto de la democracia. Entre juego y juego, en la serie se les ofrece votar por continuar o por abandonar el horrible juego. Pero, justo antes de proceder con la votación, se informa a los concursantes de que existe un premio final de 33 millones de euros, presentados en una gigantesca hucha dorada. La promesa de prosperidad, aunque sea solo para unos pocos, es la forma de viciar y trucar la democracia de las mayorías: cuando a los griegos se les hizo en 2015 escoger entre su integridad y el futuro dinero del rescate, o cuando se ha exigido a los alemanes que prescindan del gas ruso en invierno a cambio de la dorada hucha yanki en verano. Empresas como la propia Netflix utilizan habitualmente esta técnica: cuando sus trabajadores tenían que votar si sindicarse, se anunció una serie de privilegios empresariales para aquellos trabajadores que no participen en las asambleas.

Mientras la necesidad económica comprometa la libertad personal, la democracia es imposible. Lo explica la Economía Conductual (Mani, Mullainathan, Shafir, Zhao 2013): los más pobres sufren pérdidas en la capacidad de tomar decisiones acertadas, la gente más endeudada acaba votando por las opciones más arriesgadas. ¿Qué libertad electoral existe en poblaciones tan endeudadas como las de Occidente o Corea del Sur, donde el 10% debe dinero a más de una entidad financiera? Así, más de la mitad de los participantes de El juego del calamar acaban por permanecer allí. Saben que las posibilidades de ganar esta lotería son mínimas, pero siguen siendo mayores que las de prosperar en el mercado laboral. Prefieren una muerte rápida a manos de desconocidos que volver a una lenta decadencia delante de sus seres queridos.

Y, lo más trágico: muchos de los que logran abandonar el juego acabarán retornando: un personaje cuya madre pide una cirugía que no puede pagar, otro perseguido por sus acreedores, otro que necesita el dinero para rescatar a su hermanito de un orfanato… Tienen que regresar porque, por mucho que digan las urnas, ahí fuera no hay alternativa real. «There is no alternative», dijo la Thatcher. Los muchos tentáculos de los calamares llegan a todas partes, desde la Corea supuestamente próspera hasta la España supuestamente progresista.

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