Zapatero y la otra corrupción
«La figura del expresidente, que fue símbolo del progresismo, se desdibuja hoy en los márgenes de la opacidad, el relativismo y el oportunismo diplomático»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Durante estos días que los escándalos de corrupción que salpican al Gobierno de Pedro Sánchez, los ministros socialistas insisten en desviar la atención hacia el pasado, y repiten que esa lacra pertenece al PP. Las referencias a los casos de la etapa de Mariano Rajoy son constantes, y no falta quien rebusque incluso en los años de Aznar o en los estertores del felipismo. Pero hay un nombre que no se menciona: el del expresidente Rodríguez Zapatero, que no ha sido imputado en ninguna causa judicial, pero que THE OBJECTIVE está destapando sus vínculos con el régimen chavista, en el marco del caso PDVSA.
En España, hablar de corrupción remite a tramas de comisiones, adjudicaciones amañadas o malversación de fondos públicos. La corrupción, sin embargo, también puede adoptar formas más sutiles, más políticas que penales, pero no por ello menos peligrosas para la democracia. Existe una corrupción que no viola la ley, pero sí desnaturaliza la función pública, desdibuja la frontera entre el interés nacional y el personal, y erosiona la confianza ciudadana en las instituciones. Esa es la otra corrupción. Y Zapatero encarna su versión más diplomática, opaca y preocupante.
Desde que abandonó la Moncloa en 2011, el expresidente ha construido una agenda internacional propia, paralela a la del Estado, en la que ha ejercido como mediador, interlocutor o valedor de regímenes que distan mucho de respetar los principios democráticos que él defendió en sus años de Gobierno. La lista es conocida: Venezuela, Marruecos, Turquía y, más recientemente, China. En todos estos casos, Zapatero ha cultivado relaciones estrechas con gobiernos autoritarios, sin que medien críticas públicas ni exigencias éticas. Bajo el pretexto de la diplomacia, ha legitimado modelos que contradicen los valores que dice representar.
El caso de Venezuela es el más inquietante. Zapatero se ha convertido en uno de los principales defensores internacionales del chavismo, presentándose como mediador, aunque en la práctica ha actuado como portavoz del régimen de Nicolás Maduro. Ha viajado en numerosas ocasiones a Caracas, participado en procesos electorales sin garantías y minimizado las violaciones sistemáticas de derechos humanos documentadas por la ONU, Amnistía Internacional y Human Rights Watch. Felipe González ha insinuado que Zapatero ha dejado de ser mediador para convertirse en cómplice.
Más allá de lo político, las conexiones con el caso PDVSA elevan las sospechas de la posible intervención de Zapatero ante Maduro para favorecer a empresas españolas en la adjudicación de contratos sin licitación, como el de una planta termoeléctrica para Duro Felguera. Documentos entregados por exdirectivos de PDVSA a la justicia española apuntan a contactos entre el expresidente y el régimen venezolano en el marco de estas operaciones. La relación con Raúl Morodo, embajador en Venezuela durante su mandato y condenado por ocultar comisiones ilegales procedentes de PDVSA, refuerza la percepción de una red informal de intereses donde lo ideológico y lo económico se entrelazan. Aunque no hay imputación formal, el silencio del expresidente y su defensa constante del chavismo alimentan la imagen de una diplomacia paralela que escapa a todo control institucional.
«En lugar de críticar las presiones migratorias o las prácticas represivas de Rabat, ha optado por una retórica de cooperación»
En Marruecos, Zapatero ha actuado también como intermediario oficioso. Su buena relación con Mohamed VI y su apoyo al giro del Gobierno español sobre el Sáhara Occidental, con la aceptación de la propuesta de autonomía marroquí en detrimento del derecho internacional y de las resoluciones de la ONU, evidencian una alineación preocupante con la estrategia del régimen alauí. En lugar de adoptar una posición crítica frente a las presiones migratorias o las prácticas represivas de Rabat, ha optado por una retórica de cooperación que, en la práctica, legitima al régimen autoritario.
Turquía es otro caso revelador. Zapatero fue copromotor, junto a Recep Tayyip Erdoğan, de la Alianza de Civilizaciones, una iniciativa que buscaba tender puentes entre culturas. No obstante, mientras Ankara se deslizaba hacia el autoritarismo, con la represión de periodistas, opositores y jueces, Zapatero ha mantenido una postura de apoyo sin matices, como su participación a finales del pasado mes de junio en un foro organizado por la Embajada turca en Madrid, donde elogió al régimen de Erdogan y llegó a decir que, si Turquía fuera miembro de la UE, no habría guerras ni en Ucrania ni en Gaza, lo que contrasta con su absoluto silencio sobre la regresión democrática del país euroasiático.
En China, la actuación de Zapatero también ha sido ambigua. El expresidente ha participado en foros impulsados por el régimen chino y ha promovido acuerdos a través del think tank que preside, el Gate Center, que en 2023 abrió sede en Pekín, y se le ha vinculado al impulso de Huawei en el mercado español. Su papel como facilitador de intereses empresariales chinos se ha desarrollado sin una sola referencia a los derechos humanos, a la represión de la minoría uigur o a la falta de libertades básicas en el gigante asiático. No se trata de convertir la política exterior en una cruzada ideológica, ni de impedir el diálogo con gobiernos autoritarios. Pero cuando un expresidente adopta un rol tan activo en escenarios donde los derechos humanos son vulnerados, sin denunciar ni exigir cambios, no puede reclamar neutralidad ni altura moral. La legitimidad en política internacional no solo se mide por los logros diplomáticos, sino por la coherencia ética.
La otra corrupción no siempre deja rastro en un juzgado, pero sí en la conciencia democrática de una sociedad. No basta con no delinquir, hay que actuar con ejemplaridad. La figura de Zapatero, que fue símbolo del progresismo, se desdibuja hoy en los márgenes de la opacidad, el relativismo y el oportunismo diplomático.
La corrupción que más daña no siempre es la que se firma en un contrato; a veces, es la que se susurra en un despacho cerrado, la que se justifica con palabras huecas, o la que se esconde tras la bandera de la paz mientras se blanquea la represión.