Asesinar toros
«Por supuesto, el veto nacionalista no tiene nada que ver con el sufrimiento de los animales»

Alejandra Svriz
Comentaba Savater hace unos días en un estupendo artículo sobre los Sanfermines la bárbara calificación que la televisión pública vasca había dedicado a unos toros filmados en el corral y que, según el locutor, iban a ser “asesinados” aquella misma tarde en el ruedo. La cosa tiene su miga y viene de largo. Fue precisamente Bildu quien intentó prohibir las corridas en San Sebastián, una decisión que, como ocurrió en Cataluña, fue tumbada por la Justicia, aunque por desgracia en Barcelona los dueños de la Monumental aún no se han atrevido a desafiar el veto nacionalista, que por supuesto no tiene nada que ver con el sufrimiento de los animales.
El desplazamiento semántico y moral que se opera al considerar un “asesinato” el sacrificio de un animal equivale a la deshumanización que los terroristas pretendían y pretenden todavía imponer a sus víctimas, sobre todo si eran militares y guardias civiles, convirtiéndolos en un cuerpo de animales que podía ser ejecutado en el altar de la patria, gracias, precisamente, a esa perversión lingüística, natural consecuencia de la denigración ideológica. La ideología terrorista, hoy sospechosamente travestida de feminismo, animalismo y sostén del Gobierno progresista contra la ultraderecha (risas enlatadas), humaniza la muerte del toro de la misma manera que antes deshumanizaba el asesinato de hombres, mujeres y niños. Pero ha sido la tauromaquia, justamente, el fenómeno que ha venido a denunciar ahora semejante estado de abyección.
En su magnífico pregón taurino, pronunciado en Sevilla en abril de 2022, Félix de Azúa comentó y amplió un apunte de Ortega y Gasset, referido a la Fiesta, que decía: “No se olvide que matar viene de mactare que es honrar, ofrecer en sacrificio y luego sacrificar algo”. Azúa explicaba luego la fascinante pesquisa que había emprendido con sus colegas latinistas de la RAE para verificar la afirmación del filósofo, que resultó ser exacta. El español es la única lengua europea que conserva casi intacto el mactare sacrificial del latín, opuesto al occidere, que es matar sin más. Las restantes familias lingüísticas han construido sus verbos con otras raíces, desde el francés tuer –que originalmente significaba “apagar”, tan finos siempre los franceses– al inglés to kill o el alemán töten, que quizá comparte origen con el francés. El italiano amazzare sería el más parecido al nuestro, aunque en esa lengua todo suena más suave y benigno.
Mactare, al parecer, pasó al español como mattare desde las provincias romanas del norte de África hacia el siglo VI. Así lo usó San Agustín en sus obras, siempre con un sentido sagrado y aplicado al sacrificio de la misa. De ahí que nuestro “matar” conserve esa doble acepción sagrada y profana. No es lo mismo matar reses en el matadero que matar a un toro en el ruedo. En su primera acepción el verbo remite a una acción mecánica e industrial y en la segunda a un rito sacrificial. De ahí que los toreros sean “matadores” en su sentido original, como los sacerdotes, que son quienes “hacen lo sagrado” y se encargan del sacrificio.
En la Electra de Eurípides, Orestes, después de matar a su madre, echándose primero un manto a los ojos y hundiéndole luego a Clitemnestra la espada en la garganta, dice katerxáman, un participio que podría traducirse como “he cometido el sacrificio”. Y Macbeth, tras matar a Duncan, aparece frente a lady Macbeth con las dagas y anuncia: I have done the deed, “he cometido el acto”, “he llevado a cabo la acción”, “ya lo he hecho”. (Javier Marías, por cierto, comentó con inolvidable inspiración esta escena en alguna de sus novelas). Uno y otro parecen estar haciendo lo mismo, pero el lenguaje les delata. Orestes está aún inmerso en un orden religioso al que pretende apelar para justificar su matricidio, en cambio Macbeth pertenece ya al mundo secular, donde deed –palabra que también puede significar “acuerdo” o “trato”– remite a una responsabilidad individual. Por eso Macbeth no puede dormir. Su regicidio es un simple asesinato.
La palabra “asesino” proviene del árabe ḥaššāšīn, que quiere decir “adicto al hachís”. Fue el nombre con que se conoció, entre los siglos VIII y XIV, a una secta militar chiita que se formó durante las Cruzadas y que se dedicó a atacar a los cruzados y a los suníes por Oriente Medio. Eran algo así como los templarios del islam. Además de ir fumados todo el día, los nizaríes se entretenían asesinando sin tregua a reyes, sacerdotes, militares y políticos. Eran muy pocos, pero se especializaron en un tipo de guerra emboscada que en la modernidad se conocería como “terrorismo”.
«Se ha generalizado la imposición de una única razón cada vez más superficial pero por ello mismo poderosa, como un hongo invasor, que pretende juzgar y condenar toda la historia humana con el parámetro de la banalidad urgente»
Uno de los muchos libros prometidos y nunca escritos de Ortega, como Paquiro o de las corridas de toros, se debía titular Aurora de la razón histórica. Según el filósofo, el hombre del siglo XX era el más preparado de la historia para absorber el pasado, entendiendo y asimilando la razón vital que latía en cada periodo. Y si bien es verdad que nunca hasta entonces se había podido sondear con tanta profundidad el pretérito, desde la pintura rupestre al Gilgamesh o saltando incluso antes de la aparición del hombre en la tierra, Ortega se equivocó al profetizar una “aurora” de esa razón histórica, que implicaba un esfuerzo imaginativo sin precedentes, una reconstrucción virtual de los condicionantes filosóficos de cada época, en contra de la rutina del historicismo. Porque lo que empezó a ocurrir en la segunda mitad del siglo XX, prolongándose de forma virulenta hasta nuestros días, fue el total despojamiento histórico del hombre. En su lugar, se ha generalizado la imposición de una única razón, presente, periodística e ideológica, cada vez más superficial pero por ello mismo poderosa, como un hongo invasor, que pretende juzgar y condenar toda la historia humana con el parámetro de la banalidad urgente.
Para Ortega, el hombre había estado como nunca en condiciones de aumentar gigantescamente sus quilates de “eternidad”. Ser eterno suponía para él no moverse del presente y lograr que pasado y futuro se “fatigaran” en venir al presente y henchirlo. “En cierto modo”, escribía el filósofo, “hacer con el tiempo lo que Belmonte logró hacer con el toro: en vez de azacanearse él en torno al toro logró que el toro se azacaneara en torno a él. La pena es que el toro del Tiempo, en cuanto cabe concretamente presumir, concluirá siempre por cornear al hombre que se afana por eternizarse”. Pero en lugar de esa faena, lo que vemos hoy, justamente por la vulneración de la razón histórica y el adelgazamiento del presente, es a un locutor de la televisión vasca, a sueldo de la ideología más ruin que ha dado este país, humillando a los toros con su propia miseria cómica.