¿Cómo ser demócrata y no morir en el intento?
«Ser demócratas no es la obligación de ser esquizofrénicos, sino de mantener eso que evoca tiempos antiguos, pero que resulta crucial para la vida civil y civilizada: tener un talante»

Ilustración de Alejandra Svriz.
No dejé de preguntármelo mientras escuchaba el discurso de la diputada (y vicepresidenta del Gobierno), Yolanda Díaz, con su padre de cuerpo presente, muy enfadada y exigiendo pedir perdón… al líder de la oposición, el señor Núñez Feijóo. Como saben, la ocasión era la de dar cuenta, por parte del presidente del Gobierno y ante la sede de la soberanía, de los gravísimos casos de corrupción que afectan a su gobierno, a su partido y a su familia.
Díaz advirtió a Sánchez sobre la «angustia de la ciudadanía progresista», como si la angustia del resto de la ciudadanía no-progresista (signifique eso lo que signifique) no contara tanto. Esa «otra» ciudadanía es un «ellos» constante en el discurso de la vicepresidenta, como en el de otros muchos que se reivindican «de ese espacio»; una ejemplificación, si se me permite, de polarización en sus más altas cotas, o, más precisamente, de «discurso de odio»; una inquina que alcanzó su cénit cuando la vicepresidenta afirmó: «Este país es mucho mejor que el odio que ellos representan».
Esta proposición, el «animalito» (lingüístico) como gusta decir a Arcadi Espada, es prodigiosa y suscita enorme interés para cualquiera. Procedamos a una disección meramente superficial de la frase. «Este país», imagino que es España, y más concretamente el conjunto de sus ciudadanos. «Ellos» podemos suponer que son los diputados del PP y Vox, y no así los de cualesquiera otros grupos que en alguna interpretación plausible podrían también ser tenidos por «no progresistas». ¿O sí lo son Junts o el PNV? Pues bien, los 169 diputados que suman PP y Vox, «representan» a más de 11 millones de españoles que les votaron (poco más de tres millones son los representados por la formación política de Yolanda Díaz). La conclusión parece obvia: «este país» no incluye a esos más de 11 millones de españoles que son –ulterior escolio– sencillamente odiosos frente a lo que «es mejor», verbigracia, la «ciudadanía progresista», la que se angustia, aquella a la que Yolanda Díaz sí representa. Los «suyos», vaya.
Así se entiende mejor el colofón que la señora Díaz puso a su discurso: «Hoy subo aquí señor Feijóo en nombre de mi padre porque no querría jamás que gobernaran las derechas en nuestro país…». Las cursivas son mías, aunque en puridad, toda la frase es digna de ser enfatizada. Sobre todo la ocasión, la escenografía, el uso retórico de ese triste acontecimiento en la vida de cualquiera, incluso la de los «ellos», como es la muerte del padre. Lo personal es político, y lo mortal también por lo que parece.
Estábamos acostumbrados a creer en que, en buena teoría política democrática, los diputados representan a «todo el pueblo español» y que les mueve esa representación, no solo la de la ciudadanía que les apoya, y menos todavía los designios o intereses de los familiares o allegados. La intervención de Yolanda Díaz nos pone sobre la pista de que, al menos ella, piensa que ni es ni debe ser así.
«A la diputada Díaz le concierne por encima de todo la angustia de su padre, la de la ciudadanía progresista»
Y es que su encarnadura moral y política es bien otra: a la diputada Díaz le concierne por encima de todo la angustia de su padre, la de la ciudadanía progresista, a quien no solo agobia la corrupción sino esa perspectiva de que «gobiernen las derechas» (quizá le preocupa incluso más que la corrupción de «los suyos»), lo cual, de nuevo, se supone que no incluye el efectivo gobierno mediante un infame chantaje, de una formación como Junts, quien tiene la sartén por el mango del rumbo y destino de España desde el 23 de julio de 2023. Y tampoco le ha de angustiar tanto la corrupción de sus dirigentes a Yolanda Díaz, pues fue debidamente amnistiada por el gobierno progresista del que ella forma parte. O dicho con mayor rigor: esa corrupción ha sido el justo precio a pagar para que Yolanda Díaz sea vicepresidenta de dicho Gobierno.
Sin embargo, a otros, creo que a muchos, una de las cosas que ocurren «en este país» que más nos azoran es el compromiso que personas como Yolanda Díaz tienen con el ideal democrático: ese «jamás» sobre el que puse cursivas (que contrasta, por cierto, con el criterio que en 2011 proclamaba otro destacado líder de las izquierdas «en este país», Julio Anguita, partidario de votar siempre al honesto antes que al corrupto aunque fuera de derechas). ¿De qué manera se puede creer entonces en el valor del pluralismo político, uno de los valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico, junto con la libertad, la justicia y la igualdad, según establece el artículo 1 de la Constitución española?
Me lo preguntaba, y lo pregunté en X, y un amable, aunque anonimizado interlocutor, me acució con su réplica en forma de pregunta: «¿Obliga entonces el artículo 1 de la Constitución a Yolanda Díaz a querer que gobiernen las derechas?» La respuesta corta es sí, pero enseguida la expando un poco más. Obliga ese artículo, contingente por lo demás aunque en su contexto histórico –la transición de la dictadura a la democracia– absolutamente crucial; pero lo que sobre todo obliga es abrazar el ideal democrático entendido, en un sentido mínimo y necesario, como regla de la mayoría, es decir, como el único procedimiento de toma de decisiones que nos parece aceptable en caso de desacuerdo político. ¿O de qué otro modo exactamente cree la vicepresidenta que hay que resolver tales desacuerdos? ¿Qué pensaba su ilustre padre sindicalista a propósito de las reglas de toma de decisiones en los comités de empresa o de las elecciones para elegir representantes sindicales?
Por supuesto el ideal democrático no es fácil de asumir, pues nos obliga a un doble compromiso que resulta ser aparentemente contradictorio: querer que sea X –un «gobierno progresista», que adquiera mayor representación Comisiones Obreras y no la UGT, pongamos– y al tiempo que sea no X –un «gobierno de las derechas»– siempre que sea el resultado de contar votos. Ser demócratas no es la obligación de ser esquizofrénicos, sino de mantener eso que evoca tiempos antiguos, desfasados, pero que resulta crucial para la vida civil y civilizada: tener un talante. Sí, suena vaporoso pero se puede concretar en una actitud de sano escepticismo, de concesión a la posibilidad de que el otro lleve razón o tenga mejores argumentos, una cierta distancia sobre las creencias políticas propias y lo que se estima en primer lugar que es debido, nuestra «X». En corto: huir de la concepción religiosa del compromiso político.
Y me temo que nada de eso adorna hoy ni a Yolanda Díaz ni a muchos de sus correligionarios que representan a la «ciudadanía progresista». Y así nos va y así de aún peor nos puede ir «en este país» que se llama España.
A todos.