Aniversario de una bala perdida
«Aquel disparo contribuyó a acelerar giros como el ‘antiwoke’, que se cocinaba a fuego lento, desde los márgenes, y que se ha instalado en el centro del discurso político»

Donald Trump justo después del momento en el que recibió un disparo en la oreja. | Reuters
Nuestro mundo se va haciendo más y más retorcido a medida que lo frivolizamos. No estamos haciendo un mundo más fuerte ni más rico ni más piadoso ni más completo, estamos como siempre, secundando la moral y la costumbre de un mundo sin valores, de una democracia ajena (América) y de nuevos debates morales transidos de luz y complacencia.
La aceleración del cambio moral fue abrupta; lo impulsó, hace hoy justamente un año: el intento de asesinato de Donald Trump. Todos recordamos a Trump alzando el puño, escupiendo las palabras “¡Lucha! ¡Lucha! ¡Lucha!” mientras la sangre le corría por la sien. Pasó de verdugo a hombre fuerte, incluso a víctima, en un día. Algo tan simple –pero poderoso– como una bala perdida puede acelerar los tiempos y arrasar los mapas políticos. Porque la moral, decía Nietzsche, no es una verdad eterna, sino una construcción histórica que revela quién tiene el poder de definir el bien y el mal.
Muchos sospechamos que había algo profundamente inmoral y corrupto que quería atacar los valores conservadores, el orden y el sentido común.
Aquel disparo contribuyó a acelerar giros como el “antiwoke”, que venía cocinándose a fuego lento, desde los márgenes, y que se ha instalado en el centro del discurso político. Así se explica la creciente desconfianza hacia instituciones educativas y medios de comunicación o hacia las minorías identitarias, la desconfianza hacia el feminismo de izquierdas o el fenómeno de la inmigración, que ya no se discute como una cuestión humanitaria o estructural, sino como amenaza simbólica. Lo que está en juego, lo que subyace en todos estos debates es una batalla por la legitimidad moral: ¿Quién puede hablar en nombre del bien? ¿Quién define el mal? Todo esto se está redefiniendo a gran velocidad.
Un cambio en el clima moral altera lo que estamos dispuestos a tolerar, y cuando éste ocurre drásticamente, puede provocar crisis políticas o auspiciar reformas profundas. El problema aquí, es que hay mucho de apariencia, improvisación, engaño, reiteración y juego. A menudo estamos importando las narrativas y creando una ficción construida sobre un suelo que no es el nuestro; que pertenece, más bien, al estallido emocional identitario que, de cuando en cuando, sacude al melting pot puritano del otro lado del Atlántico. Sea como sea, estamos perdiendo la capacidad de pensar desde un lugar propio.
Hay épocas en que hay cierta autonomía moral, pero no parece que Europa hoy esté en esas. Mayormente, la moral de hoy sigue siendo una copia de diseño americano; parece que de ahí seguimos importando estos vaivenes, estos estallidos, estas tormentas de verano. Ahora que Europa se afana en buscar su propio camino y va a destetarse militarmente de Trump, ¿tendremos el valor de seguir nuestro propio dictado moral, y dejar de secundar las modas del pensamiento made in USA? ¿Y si lo que importamos no es un modelo moral, sino una crisis moral? Una incapacidad profunda para discernir, para deliberar, para mantener cierta humanidad ante el Otro. Debemos recuperar una moral propia, europea, mediterránea, hispana, centrarnos en nuestra cultura y nuestros valores. Llevamos demasiado tiempo reaccionando –nunca proponiendo–, imitando –nunca creando–.
Mientras la cultura estadounidense convierte cada conflicto en espectáculo moral –con mártires mediáticos, gestos virales y bandos que no dialogan–, nosotros tenemos detrás siglos de pensamiento, espiritualidad y política que cultivaron otra forma de entender el bien y el mal: más ambigua, menos dogmática, más centrada en la convivencia que en la victoria moral. Europa está en crisis, sí. Pero no porque haya perdido poder, sino porque ha perdido su propia brújula moral. La buena política tal vez sea lo contrario: frente al espectáculo de la discordia, la difícil tarea de convivir.