The Objective
José Rosiñol

Preparando la revolución

«Sánchez está cumpliendo el guion que otros escribieron: el de la implosión del pacto constitucional y la sustitución del régimen del 78 por una ficción plurinacional»

Opinión
Preparando la revolución

Ilustración de Alejandra Svriz.

En política, como en la vida, las decisiones tácticas tienen consecuencias estratégicas. Y Pedro Sánchez, cuya única estrategia es la de permanecer, está empujando a España hacia una situación imposible. No hay brújula ideológica, ni proyecto de país, ni visión institucional: hay un hombre dispuesto a gobernar a cualquier precio, incluso si el precio es el propio Estado que preside. Esa deriva, alimentada por la necesidad de retener el poder para neutralizar los escándalos de corrupción que amenazan su partido y su entorno familiar, ha convertido La Moncloa en un búnker táctico desde el que se vende, a la baja, la continuidad de la democracia constitucional del 78.

Lo más preocupante no es ya la cesión política, sino la rendición administrativa. El traspaso de la gestión de Hacienda a la Generalitat de Cataluña es una cesión histórica que desactiva la capacidad coercitiva del Estado en una de las comunidades donde más se ha puesto a prueba la unidad nacional. No es un gesto de concordia, sino de claudicación. Le han entregado las llaves de la caja a quienes quieren romperla. Le han dado a los separatistas la herramienta que siempre buscaron: la fiscalidad como poder constituyente, como señal de soberanía. Y, con ello, se ha abierto una vía que mañana permitirá legitimar, incluso desde lo legal, lo que en 2017 intentaron por la fuerza.

Hoy no haría falta declarar la independencia, bastaría con administrarla, la capacidad de respuesta del Estado ha sido laminada en una de esas transacciones en las que se cimienta el sanchismo.

Sánchez no está diseñando una España distinta. Está cumpliendo, paso a paso, el guion que otros escribieron: el de la implosión lenta del pacto constitucional, el de la sustitución simbólica y material del régimen de libertades de 1978 por una ficción de plurinacionalidad dirigida desde despachos donde la igualdad ante la ley se considera un obstáculo para la «diversidad identitaria». Un país donde la justicia es un instrumento de parte, la ley una herramienta negociable y la unidad una antigualla opresora.

Pero el asalto no se está produciendo únicamente desde las instituciones. La batalla se libra también en el lenguaje. Y en esa batalla, la izquierda ha decidido dinamitar el terreno común de la democracia. Lo advirtió hace décadas Víctor Klemperer al analizar el lenguaje del Tercer Reich: las palabras no describen la realidad, la construyen. Quien impone el lenguaje, impone el mundo. Hoy, en el Congreso de los Diputados, los portavoces del PSOE, de Sumar y de los partidos separatistas utilizan términos como «facha», «fascista», «ultraderecha» o incluso «nazi» con una ligereza tan sistemática como estratégica. El insulto se ha institucionalizado. Ya no es una descalificación, es una categoría política.

«La democracia ya no es el gobierno del pueblo con alternancia de poder, sino la perpetuación de un bloque ideológico»

La demonización del adversario ha llegado a tal punto que cualquier crítica al Gobierno puede ser tachada de «ultraderechista», como si la discrepancia democrática fuera un signo de peligrosidad moral. Ya no hay pluralismo, solo obediencia o anatema. La palabra «ultraderecha» ha sido convertida en un dispositivo de cancelación, en un significante vacío útil para aplastar cualquier forma de disidencia, incluso la más moderada. ¿Qué espacio puede quedar para el diálogo si el que piensa distinto es automáticamente un enemigo del bien?

En esta operación hay una perversidad calculada: se está construyendo una legitimidad unilateral. La democracia ya no es el gobierno del pueblo con alternancia de poder, sino la perpetuación de un bloque ideológico. Así lo dejó claro Yolanda Díaz cuando dijo que no era el momento de convocar elecciones «porque puede venir la derecha y la ultraderecha». El mensaje es claro: sin gobiernos de izquierda, no hay democracia. Si gana el otro, el sistema ha fracasado. Es la vieja pulsión de la Segunda República, donde parte de la izquierda solo concebía la república como una república de izquierdas. Y cuando llegó la derecha al poder por las urnas en 1933, la respuesta fue la insurrección armada, lo que algunos llamaron revolución. Una revolución con su episodio separatista en Cataluña.

La lógica actual es similar, aunque adaptada a los tiempos: no se golpean cuarteles, pero se golpean instituciones; no se toman las armas, pero se toman los relatos.

Lo verdaderamente inquietante es que esta estrategia no es un error, sino un método. No se trata de una radicalidad accidental, sino de una voluntad revolucionaria. Se está trabajando en la erosión progresiva del marco constitucional para sustituirlo por un nuevo régimen —no declarado, pero sí ejecutado— donde las reglas del juego estén previamente decididas y los jugadores disidentes excluidos. Un régimen donde el poder no emana del pueblo, sino de una supuesta superioridad moral progresista.

«Sánchez ha transformado el viejo partido de Estado en una plataforma de intereses personales y de supervivencia institucional»

Y mientras tanto, el PSOE se ha convertido en el caballo de Troya perfecto. Sánchez ha transformado el viejo partido de Estado en una plataforma de intereses personales y de supervivencia institucional. Ha renunciado a la vertebración nacional, ha aceptado la fragmentación del poder, y ha permitido que sus socios avancen en sus objetivos mientras él se aferra al sillón. Su estrategia no es gobernar, es resistir. Pero resistir ¿para qué? Para seguir nombrando jueces, para manejar la Fiscalía, para condicionar al Tribunal Constitucional, para tener bajo control a los cuerpos del Estado… y para que el escándalo no llegue del todo hasta él.

Todo esto se produce en un momento de extrema debilidad institucional. El Congreso es una caricatura de sí mismo. El Senado ha sido despreciado. La Corona está neutralizada. La Justicia acosada. La oposición, desbordada por una narrativa que la criminaliza. Y la opinión pública, fragmentada entre el hartazgo y el miedo. Sánchez ha logrado lo que parecía imposible: que la política española se parezca cada vez más a un campo de batalla simbólico en el que la razón democrática es sustituida por la razón revolucionaria. Y lo está logrando sin disparar un solo tiro, solo con cesiones, decretos y una narrativa implacable.

La tormenta perfecta está en marcha. Un gobierno sostenido por partidos cuyo objetivo declarado es acabar con el sistema, una izquierda que solo acepta la democracia si gana, y un lenguaje público que ha convertido la pluralidad en sospecha. El país resiste porque aún hay sociedad civil, aún hay jueces, aún hay medios críticos y aún hay ciudadanos conscientes. Pero la arquitectura constitucional cruje.

Estamos, como diría Gramsci, en ese tiempo en que lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no termina de nacer. Solo que aquí lo viejo es la democracia liberal, y lo nuevo —si no lo impedimos— será una república tutelada por minorías identitarias, un poder sin contrapoderes y un relato donde la palabra «España» sea una antigualla franquista.

Conviene despertar antes de que la revolución esté completa.

Publicidad