Entre vegetarianos y caníbales
«La conciencia del daño que causamos a los animales es como la asunción de otro pecado original que ha caído sobre nosotros y que no nos dejará dormir»

Ilustración de Alejandra Svriz
La otra noche me sentaron al lado de un chico que es vegetariano, y mientras yo devoraba unas patas de pollo, él se comía un plato improvisado de verduras y patatas, y como siempre en estos casos, pensé: «El chico este está en la verdad, y yo, en cambio, sigo siendo un devorador de carne muerta».
El amigo, el conocido vegetariano no hace proselitismo, nunca te reprocha que comas animales, predica con el ejemplo. Su actitud no invasiva tiene, sin embargo, un aspecto pasivo-agresivo: sin decirte nada, sin reprocharte nada, te hace sentir un poco mal. Pensé:
«Mientras seguimos comportándonos como en La Iliada (Gaza, Ucrania), la Humanidad ha vuelto a comer del árbol del bien y del mal, y ha caído sobre ella un nuevo conocimiento, o mejor dicho, una nueva conciencia, devastadora, de su condición, que es la de causar un sufrimiento total de los animales. Ya no me causa extrañeza la relación amorosa que establecen mis amigos con sus perros. El sufrimiento que esos amigos experimentan cuando su perro se pierde o se muere, que hace no tanto tiempo me parecía exagerado o risible, ahora lo comprendo y respeto».
Se entiende fácilmente que en los ojos de sus perros veían… alma, o amor. O inocencia desvalida. Y del amor a las mascotas se pasa con toda naturalidad a la consideración o a la pena por el sufrimiento de las vacas -¡cómo mugen!- a las que les son arrebatadas sus crías, para comérnoslas, o de los peces que agonizan en las redes, fuera del agua, o de los cerdos en sus granjas apestosas. La idea del valor supremo de la vida humana, de la vida de cada individuo, que es piedra de toque de una sociedad inteligente y desarrollada, convoca, lógica, naturalmente, la idea del valor de la vida de los animales.
La imagen del cazador que disfruta enormemente acosando, cobrándose una pieza, y luego posando feliz junto al trofeo que acaba de cobrarse de forma, además, ventajista, nos parece un atavismo repugnante (y escandaloso, por más que sea útil para la sociedad y hasta para el equilibrio de la cadena trófica y la preservación de la naturaleza). Y el hecho de que de ese hecho –matar animales, comerlos— dependiese nuestra supervivencia como especie no palía ese íntimo malestar… que se manifiesta cuando tienes sentado al lado a un vegetariano.
«El pintor ruso Filonov era un hombre con la conciencia torturada por la idea de que somos antropófagos»
La conciencia del daño que causamos a los animales es como la asunción de otro pecado original que ha caído sobre nosotros y que no nos dejará dormir.
Hubo un pintor ruso, Pável Filonov, del que hace unos años pude ver unos óleos en el museo ruso de Málaga. Presidía la sala su óleo El banquete de los reyes (1913: Museo Ruso de San Petersburgo) impregnado en colores rojizos, como si la sangre empapase el lienzo de grandes dimensiones (2,15 cm. x 1,75). El Papa gritando que Bacon pintó décadas después es un trasunto o un epígono de ese rey y sus cortesanos enloquecidos de angustia durante el curso de un banquete caníbal.
Filonov era un hombre con la conciencia torturada por la idea de que somos antropófagos. La superficie de la tierra, postulaba el pintor ruso, está impregnada de los restos de las generaciones humanas que en el pasado vivieron y murieron, y ese humus o sustancia que se transforma en hierba, la asimilan los animales herbívoros al pacer, de manera que cuando nosotros nos comemos a los animales, al mismo tiempo nos comemos a nuestros antepasados. El banquete de los reyes es un banquete de antropófagos, aunque lo sirva Ferran Adrià o algún japonés docto en preparar un abstracto sushi.
Recordé un poema juvenil de Borges, en Fervor de Buenos Aires (1923): «Más vil que un lupanar/ la carnicería rubrica como una afrenta la calle./ Sobre el dintel/ una ciega cabeza de vaca/ preside el aquelarre/ de carne charra y mármoles finales/ con la remota majestad de un ídolo». Está todo dicho, dicho por el poeta joven, aunque décadas después su menú preferido, según cuenta Estela Canto, fuese, por lo menos cuando salían juntos a cenar, arroz hervido, un filete muy pasado «y grandes cantidades de agua».
Son cosas en las que no nos gusta pensar, no apetece volver mentalmente al lugar del crimen cotidiano. A ver qué pasará con nuestra idea de la propia dignidad el día en que la ciencia nos descubra que el aroma del césped recién cortado no es sino la forma que la hierba tiene de quejarse. Su aullido.
Mientras yo le daba vueltas a estos pensamientos, mi vecino de mesa, como un santo pensativo comía patatas y verduras hervidas, y yo pecador roía hasta el hueso la pata de un pollo…