Unas cartas
«En sus cartas, Voltaire y Mme. Du Deffand hablan de cómo escapar a la estupidez general, a los ataques de mediocres clérigos y a la insolencia de los poderosos»

Voltaire, filósofo y escritor (1694-1778), grabado de Danzel, 1886. Madame du Deffand (1697-1780), grabado de Carmontelle, 1824. | Alejandra Svriz
Durante los insoportables meses de aplastamiento estival (no sólo en Madrid y Sevilla, ayer Orense se puso en 40º) me parece recomendable comenzar la lectura tantas veces postergada de libros que en algún momento tuvimos por sobresalientes, pero los acabamos por olvidar apremiados por la tiránica actualidad.
¡Como si hubiera algo más actual que lo intemporal! Por ejemplo, todos aquellos que se acerquen al Museo del Prado durante estos días se encontrarán con una de las mejores exposiciones que se han hecho en Europa en los últimos años. Me refiero, desde luego, al Veronés, un pintor cuya perfección y grandeza heroica, como la de Rubens, puede fatigar, pero cuando lo alcanzas a ver de una pieza, articulado y bien exhibido, comprendes que es uno de aquellos a quienes Baudelaire llamaba «los faros». Con esta exposición, su comisario, Miguel Falomir, ha vuelto a poner el museo en la primera línea mundial.
Como he dicho otras veces, cada artista, si es realmente grande, nos vuelve a explicar el mundo en tanto que totalidad. Es como si nos regalara unas gafas de realidad virtual y aprendiéramos a interpretar nuestro planeta de un modo determinado, nuevo y significativo. Las cosas y las personas toman el aspecto de un Rembrandt, de un Goya, de un Velázquez, de un Van Gogh cuando te impregnas de ellos. Es lo mismo que hace la física teórica, la cosmología o las matemáticas, sólo que el mundo resulta más rico y grandioso cuando lo vemos con nuestros propios ojos, o lo oímos, o lo leemos en tanto que objeto coherente, lo entendemos (o sentimos) mejor que cuando se nos ofrece por partes y secciones físicas, químicas, biológicas y así sucesivamente.
Por otra parte, el libro con el que consuelo los largos y cálidos días caniculares (o sea, del perro) es una correspondencia epistolar que me descubrió Fernando Savater hace 40 años y ha tenido que esperar hasta hoy. Son cartas que intercambiaron dos viejos, Voltaire y Mme. Du Deffand, entre 1759 y 1778, ella desde París y él desde Ferney, en Suiza, donde se había exiliado. Sería la muerte de Voltaire lo que pondría punto final a una conversación entre dos almas que, tras haber sido protagonistas de una de las sociedades más brillantes de la historia del mundo, el París de Luis XIV, la Regencia y Luis XV, ya en sus últimos años se peleaban contra el escaso tiempo que les quedaba. Ambos estaban en la raya de los 70, que vienen a ser los 90 de ahora, y son un espléndido ejemplo de cómo encarar el final.
Fueron casi simultáneos. Voltaire nace en 1694 y Du Deffand tres años más tarde. Voltaire muere en 1778 y Du Deffand sólo le sobrevive dos años. Conocieron la corte de Luis XIV durante la infancia y la primera juventud, la Regencia y Luis XV en su edad adulta, y se extinguieron durante el infeliz reinado de Luis XVI el cual expira, como un animal herido de muerte, en 1789 cuando la población de París derribe la monarquía y su espesa nube de servidores criminales y corruptos.
«Es el hartazgo del tedio lo que nos permite salir del ensimismamiento y proceder a la aventura, a la creación, al cambio»
Estos dos testigos excepcionales de un momento histórico de enorme importancia, hablan, en sus cartas, de cómo escapar a la estupidez general, a los ataques y calumnias de mediocres clérigos sin cerebro, sobre las artimañas capaces de hacer soportable la humillación de la edad o la insolencia de los poderosos, y en muchas ocasiones de las estrategias que permiten encarar la muerte sin desesperación o rabia a pesar de saber que sólo te queda la aniquilación.
Ahora que el feminismo universal ha traído al espectáculo de los medios a cientos, si no miles, de mujeres activas y dueñas de sus vidas, es interesante observar cómo se las ingeniaban hace siglos algunas mujeres muy inteligentes cuando carecían de cualquier posibilidad para ser reconocidas. El género epistolar, de un uso tan enérgico por esos años (culminaría con la obra maestra que es Las amistades peligrosas, publicada dos años después de la muerte de Du Deffand), era su principal escenario, allí en donde podían decir lo que pensaban y sentían como protagonistas de su existencia social.
No hay traducción al español de esta sensacional correspondencia. Hace medio siglo se publicó una selección de cartas de la Du Deffand con Horace Walpole en el Fondo de Cultura Económica de México y le puso un prólogo Savater, tan excelente como todo lo que escribe. En él cita esta frase de Du Deffand: «… todo el mundo se aburre, nadie se basta a sí mismo y es este detestable hastío que persigue a cada cual y que cada cual quiere evitar el que lo pone todo en movimiento». Porque, en efecto, es el aburrimiento lo que empuja a hacer algo, bastante, mucho, es el hartazgo del tedio lo que nos permite salir del ensimismamiento y proceder a la aventura, a la creación, al cambio, a la construcción, a la lucha. Todo ello, evidentemente, cuando no está uno esclavizado por un trabajo tedioso del que, con un poco de empuje, también nos podemos librar.
Este asunto del aburrimiento inspiró a Heidegger unas páginas inolvidables en Ser y tiempo que coinciden, a su manera, con el juicio de Du Deffand. Ahora, cuando está prohibido aburrirse y los viejos de la edad de Voltaire y Du Deffand se ven obligados a bailar con parejas de su provecta edad vestidos de colorines en fiestas interminables, ahora, cuando el verbo más utilizado por la publicidad es el odioso «disfrutar», se entiende que, desaparecido el tedio, la sociedad se dedique a la danza macabra.