The Objective
Ricardo Cayuela Gally

Hijos de Mussolini, a izquierda y a derecha

«La democracia está en peligro. Se requieren líderes que lo sepan y tengan la valentía de proponer soluciones»

Opinión
Hijos de Mussolini, a izquierda y a derecha

Ilustración de Alejandra Svriz.

Las democracias consolidadas que aún no han caído en brazos del populismo enfrentan un dilema todos los días: ¿se puede ser tolerante con los intolerantes? La respuesta no es fácil. Una democracia que censura, veta partidos, prohíbe manifestaciones o impone candados al ejercicio de la libertad de expresión deja de ser una democracia. 

Thomas Mann, en 1936, tras ver destrozada la República de Weimar por Hitler, se hacía la misma pregunta. En su ‘Llamamiento a la razón’, discurso pronunciado en 1936, en París, afirmó: «En todo humanismo hay un elemento de debilidad que procede de su repugnancia hacia el fanatismo, de su tolerancia y de su inclinación hacia un escepticismo indulgente. Es decir, de su bondad natural. Y esto, en determinadas circunstancias, pude ser fatal. Lo que necesitamos es un humanismo militante, convencido de que el principio de libertad, tolerancia y libre investigación no tiene derecho a ser explotado por el fanatismo desvergonzado de sus enemigos. De lo contrario, no tendremos más remedio que buscar refugio fuera del tiempo y del espacio». (Debo la cita a Richard Malka y su Tratado sobre la intolerancia, publicado por Libros del Zorzal).

“El populismo usa los instrumentos y las facilidades de la democracia para la captura del poder y, una vez que lo alcanza, adultera su esencia para impedir la alternancia”

¿Cómo pueden las democracias protegerse de sus enemigos internos sin desnaturalizarse? Enemigos, además, que no van a cara descubierta, sino esbozados. Enemigos que no se pueden señalar preventivamente, ni por sus acciones ni por sus programas políticos, discursivamente democráticos. Ninguna democracia sobreviviría a un examen de esa naturaleza.

Aun así, el hecho está delante de nuestras narices: el teatro político está poblado de actores al acecho. Llevamos más de dos décadas siendo testigos del ascenso del populismo, que usa los instrumentos y las facilidades de la democracia para la captura del poder y, una vez que lo alcanza, adultera su esencia para impedir la alternancia.

Es un fenómeno que cuenta, al principio, con la complicidad activa de la mayoría y la indiferencia confiada de la minoría dirigente. Según la historia de cada país, y su idiosincrasia política, este proceso se decanta a la izquierda o a la derecha. En todos los casos requiere de un líder carismático que sepa leer el malestar pegajoso de la sociedad, real o impostado, hacia sus élites, y encarne su venganza. Su modelo es Benito Mussolini. 

Antonio Scurati narra en M.- El hijo del siglo el camino de Mussolini al poder y cómo su ideología era una ambigua gelatina que se fue amoldando a las demandas de una sociedad en crisis para seducirla primero y sojuzgarla después. Sus vaivenes no se limitaron a pasar de ser la joven promesa de los socialistas italianos, y director de su periódico, Avanti, a líder los fascios de combattimento y director de Il Popolo d’Italia. Fue una constante de su vida. Los ecos con el presente son estremecedores: sus más aventajados aprendices gobiernan buena parte del viejo mundo liberal.

El motor discursivo populista es siempre el mismo: el resentimiento social contra la clase dirigente (no sólo política). También se sustenta en el mito, estudiado por Loris Zanatta, de un edén subvertido por la globalización. Propone falsas soluciones, sencillas y voluntariosas, contra problemas complejos y, no pocas veces, irresolubles. Y señala chivos expiatorios, internos y externos, como responsables de todos los males. Y aunque es un problema de todo Occidente, se suele analizar y combatir en clave local, lo que le resta eficacia. Lo dijo aquí Elvira Roca Barea. Sus consecuencias son gravísimas para la sociedad en que triunfan, pero también para la paz y la convivencia internacional, aquejada de la emergencia de nuevos polos iliberales que azuzan abierta o subrepticiamente esta deriva occidental.

“En América Latina y en Europa del Este la tradición democrática es endeble, con honrosas excepciones, y la capacidad de destrucción populista es mayor, pero Estados Unidos y Europa occidental, aunque cuentan con leyes y tradiciones liberales arraigadas, no están fuera de peligro”

En los países democráticos en que triunfa el modelo populista de izquierda, que ya no tiene que hacer la revolución para alcanzar el poder, el daño a la economía de mercado, por el credo estatista, suele ser mayúsculo, y perjudica primero a la masa social que los aupó al poder. Hugo Chávez no sólo significó el fin de la democracia venezolana, sino la miseria de uno de los países más ricos de América. En América Latina el sustrato ideológico popular, hijo del arielismo antiamericano, es de izquierda. Eso explica el ascenso de Daniel Ortega, Rafael Correa, Evo Morales, Lula da Silva o Andrés Manuel López Obrador, entre otros. Cuando las reglas democráticas sobreviven al vendaval populista, aun maltrechas, la reacción social encarna en líderes populistas de signo opuesto. Lula propició a Jair Bolsonaro y Cristina Fernández de Kirchner a Javier Milei (aunque su lógica económica, liberal-libertaria, basada en la iniciativa privada, sea la amarga medicina que la economía argentina necesita). Por eso el milagro electoral de María Corina Machado merecía un apoyo irrestricto, hasta las últimas consecuencias, de las democracias aún activas. Su fracaso es una losa para todos. 

En los países de Europa del Este el sustrato totalitario se produce un corrimiento del rojo comunista al pardo de la ultraderecha: es el caso de Viktor Orbán en Hungría, Robert Fico en Eslovaquia, los hermanos Kaczynski en Polonia y de tantos otros líderes de extrema derecha a las puertas del poder. En Turquía, el sustrato islamista explica el triunfo de Erdogan, sepulturero del legado laico de Atartuk.

Tanto en América Latina como en Europa del Este la tradición democrática es endeble, con honrosas excepciones, y la capacidad de destrucción populista es mayor, pero Estados Unidos y Europa occidental, aunque cuentan con leyes y tradiciones liberales arraigadas, no están fuera de peligro, como muestran el Brexit o el regreso de Trump a la Casa Blanca. Curiosamente, los países que mejor resisten el contagio populista son aquellos que padecieron la enfermedad con más virulencia en el pasado y sólo generaron anticuerpos democráticos con ayuda de la fuerza. Es el caso de Alemania e Italia, que tuvieron que ser liberados por el bando aliado durante la Segunda Guerra Mundial. También sería el caso de Francia, si obviamos el mito de una Resistencia masiva.  

También aguantan bien aquellos países cuyo sustrato populista está dividido en signos ideológicos opuestos, lo que limita su eficacia electoral. Es el caso de Francia e Italia, de nuevo, pero también de España y Portugal. También ayuda a resistir el contagio los países que cuentan con segunda vuelta electoral, que obliga a alianzas y consensos amplios. 

La desestabilización populista también puede surgir desde partidos o instancias ajenas en principio a esos antivalores, como sucede en España con la captura del PSOE por Pedro Sánchez, un populista de libro, o con Trump y la utilización pragmática del Partido Republicano para sus fines personales. 

La fragilidad democrática tiene muchas aristas. Una no menor es la indiferencia ciudadana hacia los asuntos públicos. Otra, los coqueteos populistas de las élites culturales y periodísticas, hijas de la universidad post-68, asaltada por la ideología. También, que la escalera de la meritocracia sea sustituida por la corrupción, el nepotismo y la mentira. O por el fin de los intermediarios exigentes, sustituidos por la crasa popularidad de las redes sociales. Entre el influjo justiciero e ignorante de la masa y la ambición de poder del líder, las sociedades democráticas deben diseñar nuevas salvaguardas, fieles al «humanismo militante» que pedía Thomas Mann hace noventa años.     

Salvo con el consenso de la oposición, debería estar prohibido en democracia cambiar las leyes electorales que permitieron llegar al poder; discutir, comentar o criticar las actuaciones judiciales cuyas sentencias deben acatarse sin más, así como modificar el sistema judicial. Se debe incentivar un reparto justo y equitativo de la publicidad institucional en los medios privados, basados en la audiencia, antigüedad y la calidad del medio, y esto debe ser decidido por una instancia no gubernamental, con el mismo número de vocales del gobierno y la oposición. Se debe crear un sistema digital que permita, a un clic de distancia, trazar cualquier gasto del gobierno, salvo los que lógicamente afecten a la seguridad nacional. Desde el poder se debe impulsar una cultura del debate y la conversación civilizada en todos los ámbitos de la vida pública, empezando por la escuela y culminando en las campañas electorales, que deben ser obligatorios; y se debe crear una estructura de dirección y relevo meritocrático, técnico y autónomo, ajena al ciclo electoral y a las decisiones del ejecutivo de turno, de aquellas instancias e instituciones del Estado que deben ser neutrales (medios públicos, censo, encuestas y estadística, defensor del pueblo, banco central, agencia tributaria, instancias de regulación de la competencia). Además, los altos miembros de un gobierno no pueden incorporarse a empresas privadas cuyo funcionamiento dependa de la regulación gubernamental hasta que haya pasado un ciclo electoral completo.   

La democracia está en peligro. Se requieren líderes que lo sepan y tengan la valentía de proponer soluciones, incluida la más difícil de todos: limar sus propias uñas.

Publicidad