The Objective
Manuel Pimentel

37,5 horas: ¿qué hacemos?

«Seamos más productivos y menos intervenidos. Podríamos, entonces, reducir jornada y mantener o mejorar el Estado de bienestar»

Opinión
37,5 horas: ¿qué hacemos?

Ilustración de Alejandra Svriz

Leemos, con sorpresa, que en Alemania se alzan voces pidiendo que se trabaje más, reduciendo algún festivo nacional. Idéntica propuesta se plantea en Francia, que antes llevara a cabo Dinamarca. Más allá de la jornada laboral y condiciones del trabajo en cada uno de los países europeos, lo relevante es que, por vez primera, en décadas, escuchamos a voces y a responsables autorizados pedir que se trabaje más, cuando el vector dominante ha sido el de trabajar menos. De hecho, Europa es la región del mundo en la que las jornadas laborales son más reducidas, oscilando entre las 35 y las 40 horas semanales. La reducción de jornada ha sido una de nuestras banderas sociales más voceadas y compartidas, ¿por qué, entonces, de repente, alguien nos quiere hacer trabajar más? ¿Cuestión ideológica o de necesidad? ¿Modo o moda?

La verdad es que las 40 horas semanales se implantaron hace décadas. España fue de los primeros países en legislar una jornada máxima de ocho horas diarias. Fue Romanones quien firmó en 1919 la norma que las regulaba, tras la famosa huelga de La Canadiense de Barcelona. Después de avatares diversos, sería a finales de la Transición española, en 1983, cuando finalmente se consolidó jurídicamente el tope de las 40 horas semanales que hoy disfrutamos. Es importante destacar que esta cifra significa un límite máximo, a partir del cual entran en carga una serie de horas extras limitadas en cuantía. Las partes que deben negociar pueden acordar libremente jornadas más reducidas, dado que la jornada real de trabajo se fija en nuestro país a través de los convenios colectivos, fruto de la negociación entre sindicatos y patronal, convenios que pueden ser sectoriales o de empresa. De hecho, en la mayoría de ellos la jornada es inferior a la de las 40 horas semanales, que equivalen a unas 1.826 horas anuales.

Durante los últimos años se ha confirmado una tendencia hacia la reducción de la jornada, en algún caso por debajo, incluso, de la de las 37,5 horas que, en teoría, debería estar debatiéndose en el Congreso. Por tanto, en principio, nada podría oponerse a que determinados sectores alcanzaran esa jornada o, incluso, si su productividad se lo permitiera, aún la redujeran. El tema, precisamente, es ese. ¿Reducir imperativamente la jornada a todos los sectores y empresas, sin tener en cuenta sus circunstancias, o dejar que sean las partes involucradas en cada uno de ellos y que conocen perfectamente su realidad, las que mediante negociación decidan la jornada posible y deseable?

El pasado mes de mayo, después de muchos anuncios y desanuncios, el Gobierno, a impulso de la ministra de Trabajo, aprobó un proyecto de ley para reducir la jornada hasta el máximo de 37,5 horas a la semana, fruto de un acuerdo con los sindicatos, pero con el rechazo de la patronal. No puede considerarse, pues, fruto pleno del Diálogo Social, pues solo obtuvo el apoyo de una de las partes de la interlocución social. La ley aún no se ha debatido en las Cortes, por no contar, hasta el momento, con los apoyos necesarios, dadas las reticencias de Junts y la negativa del PP y de Vox. ¿Por qué tantas dudas ante su aprobación? ¿Es buena o mala la reducción de jornada? Pues depende.

Así, por ley, no consensuada, y manu militari para todos lo sectores y empresas, sin matices ni distinción, sería un error, que pagaríamos en forma de destrucción de empleo en los sectores menos productivos, que en nuestra economía son muchos y bien numerosos, además. Si se llevara a cabo de manera consensuada, atendiendo a la productividad del sector y la empresa, nos parecería razonable, incluso positiva. Puede parecer que la reducción legal a 37,5 horas, cuando muchos convenios ya las contemplan, no debería suponer consecuencias demasiado graves para nuestra economía, pero en realidad sí que tendría un coste sensible. Los sectores con mayor productividad y valor añadido podrían soportarla, pero debemos tener en cuenta que sectores menos productivos y ya tensionados, la sufrirían mucho. Pensemos, por ejemplo, en la hostelería y en la repercusión que podría tener para muchas pequeñas empresas.

«No parece prudente reducir jornada aquí, cuando nuestros vecinos europeos están pensando en subirla»

Una curiosidad, ¿por qué trabajamos ocho horas, y no nueve, siete o seis? La verdad es que el tema viene de lejos y ya existieron precedentes de la actual jornada. Por ejemplo, Felipe II ordenó que los obreros de las fortificaciones y construcciones que erigía -El Escorial entre ellas– trabajaran ocho horas al día, cuatro por la mañana y cuatro por la tarde. A pesar de ello, en la mayoría de sectores se siguió trabajando de sol a sol. Traemos el ejemplo para ilustrar el cómo las ocho horas diarias ya aparecen como un ideal desde antiguo, por aquello tan clásico de ocho horas para trabajar, ocho para nuestros asuntos y ocho para descansar. La jornada de ocho horas, que en Europa parece excesiva para muchos, es, sin embargo, un sueño a conseguir para gran parte de los países del planeta, del que todavía están lejanos. Por ejemplo, en México se debate en estos momentos la reducción de las actuales 48 horas hasta las 40, instaladas ya desde hace décadas en Europa.

Pero en estas estábamos cuando, como decíamos al principio, por vez primera voces autorizadas plantean trabajar más, reduciendo algún festivo. ¿Por qué lo hacen? Pues porque Europa lleva años perdiendo progresiva competitividad y nos va costando mayor esfuerzo el mantener nuestros niveles de vida. De hecho, ya tenemos déficits anuales y deuda creciente que nos costará devolver. Por si fuera poco, la carrera armamentística en la que nos hemos –o nos han– metido, tensionará aún más nuestras cuentas. ¿Es realista pensar que podemos trabajar menos y conseguir atender a nuestras deudas y gastos sociales, civiles y militares? Pues posiblemente no. Por eso, a estas alturas de la película, no parece prudente reducir jornada aquí, cuando nuestros vecinos europeos están pensando en subirla. Mantengámonos como estamos y que sean las partes que deben negociar quienes decidan, en su caso, la mejor jornada para su empresa o sector.

Pero, atención, Europa no debe plantear el futuro en clave de recorte o de trabajar más. Creo mucho más inteligente el trabajar mejor y con mayor productividad. Y no lo estamos haciendo bien. Nos cuesta, por nuestras rigideces varias, competir en la nueva sociedad digital y del conocimiento. Por ejemplo, ninguna de las grandes tecnológicas es europea. Y no lo serán de persistir el actual ecosistema europeo, que aplasta el emprendimiento con normas, restricciones e impuestos. Ya sabemos aquello de que Estados Unidos inventa, China produce y Europa regula. Como último ejemplo, la legislación europea sobre IA, que nos descabalga de la decisiva y vital competencia por los algoritmos inteligentes, dejando el camino expedito a nuestros competidores americanos y asiáticos.

Tenemos que optar. Si queremos mantener nuestros derechos sociales y jornada, tendremos que conseguir ser mucho más productivos. Y eso se consigue con desregulación, libertad, innovación, acceso a mejor financiación, flexibilidad, inversión, mejor fiscalidad y demás. Si seguimos castigando la innovación y el emprendimiento, al final, nos quedaremos atrás con respecto a otras zonas del mundo y eso se traducirá, tristemente, en que tendremos que trabajar más para vivir peor y con menos servicios públicos. El informe Draghi y otros apuntan a esa línea. Seamos más productivos y menos intervenidos. Podríamos, entonces, reducir jornada y mantener o mejorar el Estado de bienestar. No conseguirlo, significará un retroceso social de una intensidad que muchos ni imaginan. En nuestras manos está, hagámoslo posible. No queremos trabajar más, queremos hacerlo mejor.

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