The Objective
José García Domínguez

Torre Pacheco como premonición

«Aquí, al igual que en Francia, se está repitiendo el argumentario del buenismo negacionista a propósito de los conflictos generados por parte de la inmigración»

Opinión
Torre Pacheco como premonición

Ilustración de Alejandra Svriz

Torre Pacheco, genuino laboratorio peninsular de experimentación sociológica, es Francia hace 25 años. Un pasado no tan remoto, la Francia de hace 25 años, que está llamado a transmutarse en la España de dentro de un lustro. Empezamos con retraso, sí, pero avanzamos deprisa para recuperar el tiempo perdido; muy deprisa. Por lo demás, se trata de una historia, la que se nos viene encima, cuyo guion completo ya conocemos de antemano. Porque también aquí, igual que al otro lado de los Pirineos, se está repitiendo con idéntica secuencia pautada el argumentario del buenismo negacionista a propósito de los conflictos generados por parte de la inmigración no europea.

Desde los misteriosos «neonazis» que surgen de la nada para sembrar discordia dentro de localidades tranquilísimas en las que supuestamente no existía problema alguno antes de su llegada, hasta las recurrentes estadísticas de criminalidad, esas cuyos autores se las arreglan para concluir que la población de origen extranjero no tiene nada que ver con los índices de delincuencia. Todo percepciones, se insiste tanto aquí como allí; sólo eso, percepciones; esto es, simples prejuicios populares cuyo alarmismo histérico carecería por completo de una base real. Lo único que no remitiría a la siempre errada arbitrariedad subjetiva, y también allí como aquí, serían los resultados en las urnas de los partidos de la extrema derecha, cuyos votos no paran de crecer a ambas lindes de la frontera por alguna extraña razón.

«Que tres chavales propinen una paliza gratuita a un pensionista no tiene nada que ver con ninguna guerra de civilizaciones»

Un fenómeno, el de la irrupción en la escena parlamentaria de los partidos de la derecha populista, que la narrativa biempensante no duda en vincular con una suerte de racismo congénito, ese del que participaría un segmento estadísticamente significativo de las poblaciones de acogida. Tesis que conduce al terreno de los grandes enigmas sin resolver al hecho, tantas veces acreditado, de que las comunidades de origen chino, por ejemplo, nunca sufran ataques xenófobos por parte de esos racistas tan selectivos en la elección del objeto de su odio. Decía Napoleón que con las bayonetas se puede hacer cualquier cosa, salvo sentarse en su punta; y con la realidad ocurre algo muy parecido: también se puede hacer cualquier cosa con ella, excepto lograr que deje de existir. El problema que afronta España con la segunda generación de la inmigración magrebí comienza a revelarse grave, pero se convertirá en gravísimo dentro de muy poco tiempo, como ya se ha apuntado ahí arriba.

Porque España no va a ser distinta de Francia. Al contrario, cuanto aquí ocurra en el futuro inmediato podría resultar todavía mucho peor. Y ello por obvias razones geopolíticas que no están presentes en el caso de Francia, país con el que el Reino de Marruecos no mantiene ningún contencioso territorial. Y el problema no es el Islam. Ese odio irracional hacia Occidente, el que lleva a que tres chavales propinen una paliza gratuita a un pensionista autóctono por el simple azar de haberse cruzado en su camino, no tiene nada que ver con ninguna guerra de civilizaciones, tampoco con la huella de religión tradicional alguna. Las causas de esa violencia extrema y absurda remiten a raíces mucho más prosaicas, prosaicas y tristes; sobre todo, tristes. Sus padres, la primera generación, llegaron en su día a Occidente inmersos en la pobreza; no tenían nada, pero conservaban al menos una identidad, la suya de origen. Eran marroquíes, eran musulmanes, eran miembros de tal o cual comunidad territorial histórica.

«Su violencia, tan sin sentido, nace del vacío provocado por lo que el filósofo catalán Ferran Sáez Mateu llamó ‘las identidades tristes’»

Sus hijos y nietos, en cambio, ya no pertenecen a nada. No son españoles, salvo desde el punto de vista administrativo, pero en Marruecos también se sienten extranjeros. Pequeños delincuentes de escasa monta; en el mejor de los casos, habituales de los subempleos precarios menos valorados; abonados permanentes a los últimos escalones de la pirámide social, buscan una identidad de la que no sentirse íntimamente avergonzados. Su violencia, tan radical, tan sin sentido, nace de ahí, del vacío provocado por lo que el filósofo catalán Ferran Sáez Mateu llamó en cierta ocasión «las identidades tristes».

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