The Objective
Ignacio Vidal-Folch

La candidez de los pícaros

«¿Cómo puede todavía alguien estar en la esfera pública y creer que sus trapisondas son opacas? Si así lo creen es que no comprenden nuestro mundo tecnológico»

Opinión
La candidez de los pícaros

Una taza de café.

Mientras en el taller El Nuevo Mundo Javi me arregla el elevalunas del asiento del conductor, me he sentado a esperar, en un café del pueblo. Tienen puesto el televisor, a toda potencia. Es mediodía, echan el telediario –sin las gafas no me alcanza la vista para ver de qué cadena se trata-. Desfila por la pantalla Sánchez, criticando la corrupción de sus adversarios, pero para nada la suya; luego pasa Montoro, aquel ministro de Hacienda tan severo y riguroso, que resulta que quizá está pringado en cosas feas; y luego Ábalos; y luego Ayuso, su hermano, y la casa de patrimonio nacional donde pasan tan ricamente los fines de semana, cosa que ella criticaba al presidente. Y ahora pasa el ministro Puente, metiéndose con Feijóo a cuenta de su amistad «con un narcotraficante» aunque nada dice de cómo consigue que los trenes de larga distancia, que hace unos pocos años funcionaban con una puntualidad suiza, ahora ya los tome yo con precaución, pensando si antes debería haber comprado un kit de supervivencia o por lo menos una botella de agua, por si me dejan tirado unas horas en las vías, al sol de La Mancha. 

Este alud de pícaros causa estupor. Salen unos cuantos personajes del Gobierno y de la Oposición que han embellecido sus currículums con grados y másteres que en realidad no cursaron: resulta que los han pillado y han tenido que rectificar. «Oh, yo no pretendía engañar a nadie, yo no he sido, yo no he sido».

Y no puedo dejar de preguntarme: ¿Qué salgan a la luz tantas trapacerías y corruptelas quiere decir que a la Guardia Civil no se le escapa nada, y pilla sistemáticamente a golfos y pillastres con las manos en la masa?… ¿O, por el contrario, hay que pensar que todo esto es sólo la punta del iceberg de una sociedad podrida hasta el hueso, y muchos tunantes de segundo nivel pasan, gracias a su anonimato, a su grisura, por debajo de los radares del escrutinio policial y social? Esto sería peor: querría decir que estamos condenados a asistir a episodios igual de lamentables con el siguiente gobierno, y con el otro, y con el otro… 

Viene a mi mesa la camarera. ¿Qué quiero? Un café. ¿Cómo lo quiero? Solo. Lleva pantalones negros, camiseta negra, un delantal enlazado a la cintura. Le pregunto: «Oye, ¿cuántos piropos más o menos suelen echarte al día?» Mi comportamiento es temerario, pues la chica podría salir con un rebufo, tildarme de machista y heteropatriarcal, etcétera…, lo cual, por otra parte, distraería la espera mientras Javi me arregla el coche…, pero ella se sonríe muy ligeramente y responde: «No me puedo quejar. Recibo mucho cariño… bueno, por parte del otro género».

Por el tono a la vez simpático y distanciador me recuerda la serranilla del marqués de Santillana: «Bien como riendo, / dixo, bien vengades, / que ya bien entiendo / lo que demandades…»

«¿Cómo es que esta contumacia en la sisa y el mangoneo y esta hipocresía del discurso público virtuoso no se acaban nunca?»

De ese poema del siglo XV me sigue impactando, entrado ya el siglo XXI, el recuerdo de estos versos: «Faziendo la vía / del Calatraveño / a Santa María / vencido del sueño…» Del Calatraveño. Del Calatraveño a Santa María. Esto me mata. ¿A qué Santa María se referiría el marqués? En la tele, sigue el telediario. Ahora sale Trump y la llamada «lista de Epstein». Tiene guasa: esa lista de pederastas con cuya publicación tanto había amenazado a otros, y donde al final resulta que quien figura es él, en mayúsculas y en letras rojas, rojas como las llamas del infierno.

Me pregunto: ¿cómo es que esta contumacia en la sisa, el mangoneo y la distracción de caudales, y esta hipocresía clamorosa del discurso público virtuoso y el comportamiento privado reprobable… no se acaban nunca? ¿Cómo es que se siguen amañando los currículos, con una candidez conmovedora, como si siguiéramos en los tiempos de Casanova y demás aventureros dieciochescos y cualquier impostor podía presentarse en una corte alemana, llevando escondidos en las mangas unos naipes marcados y diciendo llamarse Esplandín y ser conde de Terceira, isla de las Azores, y no ser descubierto nunca?

¿Es que esta gente tan distinguida no es consciente de la naturaleza del tiempo en que vivimos? ¿Estamos tontos? ¿Es que todavía no han comprendido que esta nuestra sociedad de casas transparentes, de control tecnológico de cada uno de nuestros movimientos, de grandes facilidades para la delación, de cámaras omnipresentes y drones que lo graban todo, de paroxismo informativo, de guardias civiles tenacísimos, de almacenamiento y tráfico de datos… en este mundo donde tu vecino de la izquierda es un policía, y el de la derecha un inspector de Hacienda, todo acaba por saberse y por trascender a las primeras planas? ¿Y cómo se puede ser tan ingenuo todavía para decir, por teléfono, «¡Koldo, de esto no se habla por teléfono!»? 

¿Cómo puede todavía alguien estar en la esfera pública y creer que sus travesuras y trapisondas son opacas? Si así lo creen es que no están preparados para nuestro mundo tecnológico, no lo comprenden, es gente que pertenece al pasado. No debería estar al cargo de una actualidad que está claro que se les escapa.  

La camarera me trae el café. Dice: 

-Pero bueno, aquí (quiero decir, en esta cafetería), aún ningún piropo, porque éste es mi primer día en este trabajo.

«Pero bueno, y yo, ¿qué es lo que acabo de echarte, sino un piropo, indirecto pero evidente?

Vuelve ella a mediosonreír y pregunta:

-¿Azúcar o sacarina? 

-¿Cómo?

-Para el café. Que si quieres azúcar o sacarina. 

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