El PSOE miente. Siempre.
«El PSOE ha demostrado en su manual de gobierno que el relato es una excusa perfecta para no gobernar»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Hay amores imposibles, hay amores platónicos y hay relaciones tóxicas. Pero pocas tan estables en el tiempo como la que mantiene el PSOE con la mentira. No se trata de un desliz puntual o de disquisiciones semánticas. Lo de la Rosa Nostra es un patrón. Un estilo de gobierno. Una estrategia cuidadosamente sostenida durante décadas. Mentir como forma de gobierno. Engañar como método de estrategia política. Manipular como expresión última de su ADN.
Quien quiera repasar el historial solo tiene que hacer un poco de memoria. O abrir la hemeroteca, aunque no hace falta ir muy lejos. El politólogo Manuel Llamas ha publicado un ensayo titulado Socialismo, la ruina de España (Harper Collins, 2025) donde hace un exhaustivo repaso a las últimas décadas de la política española. La cantidad de deshonor, infamia y vergüenza que hemos tenido que sufrir los españoles se plasma con prístina evidencia en este ensayo altamente recomendable.
Empezando por José Luis Rodríguez Zapatero, el presidente que negaba la crisis económica con una sonrisa zen mientras España se despeñaba por el abismo. En 2007 y 2008, cuando medio mundo advertía ya del colapso financiero, él repetía que teníamos “la mejor situación de toda la OCDE”, que “el sistema financiero español era el más sólido” y que a nosotros la crisis no nos iba a afectar. Mientras tanto, el paro subía, la financiación se hundía y las empresas quebraban por doquier.
Su ministro de economía, Pedro Solbes, le acompañaba en los coros. A principios de 2008 todavía negaba la existencia de la crisis; en marzo participó en el famoso debate electoral en el que le dijo a Pizarro que “exageraba”. Y poco tiempo después, el mismo Solbes confesaba que estábamos ante la peor crisis que había visto en su vida. Una mutación de criterio digna de estudio clínico. Antes se llamaba mentir, ahora se llama “cambiar de opinión”.
Ustedes tal vez sean demasiado jóvenes y no recuerden los famosos “brotes verdes” de Zapatero, una conjetura poética que trajo chascarrillos de incalculable valor estético. Vergüenza ajena. Nos prometía que la recuperación estaba a la vuelta de la esquina. Que la economía ya mostraba signos de mejoría. Que todo era cuestión de aguantar un poco. Y aguantamos. Un año, dos años, tres años. Hasta que la recuperación comenzó a llegar, pero no gracias a las políticas llevadas a cabo por el Gobierno, sino por las drásticas reformas impuestas desde Bruselas. Reformas que el PSOE nunca se hubiera atrevido a aplicar. Entre tanto, vimos cómo la tasa de paro juvenil se multiplicó por más de dos. Brotes verdes lo llamaron. Ni se ruborizaron.
Y qué decir del final de su legislatura. Cuando Europa ya exigía ajustes urgentes y credibilidad fiscal, Zapatero aprobó los mayores recortes sociales de nuestra historia. Después de haber jurado que jamás tocaría el gasto social. Congeló pensiones, redujo el sueldo a los funcionarios y recortó inversión pública. Medidas ejecutadas por quienes aseguraron que nunca las harían. El socialismo de las promesas rotas.
Pasamos página y llegamos al siguiente capítulo de la saga: Pedro Sánchez, la superproducción definitiva de la posverdad socialista. Si Zapatero era un mentiroso diplomático, Sánchez ha conseguido dignificar a los trileros. Lo hace sin pestañear, sin remordimiento, sin pudor. El presidente que prometió que “jamás pactaría con separatistas” para después echarse en brazos de Junts, de ERC o de Bildu. El mismo que negó los indultos y negó la amnistía para después convertir todo ello en política de Estado. El mismo que dijo que “no dormiría tranquilo con ministros de Podemos en el gobierno” para, acto seguido, darles una vicepresidencia y cuatro ministerios.
«Nos hemos acostumbrado a ver cómo los dirigentes prometen una cosa y ejecutan la contraria sin que ello conlleve el más mínimo coste político»
Pero si hay un episodio que ilustra con precisión quirúrgica la distopía absoluta en la que vive el PSOE fue la gestión inicial de la pandemia del covid. Mientras Italia cerraba ciudades y los virólogos advertían de la amenaza internacional, el Gobierno de España insistía en que no había motivo de alarma. Se le quitó gravedad al asunto, se falsearon los datos y se manipuló a la opinión pública con un único fin: celebrar el aquelarre morado del 8 de marzo. “El machismo mata más que el covid”, ¿se acuerdan? Al día siguiente, literalmente al día siguiente, el virus pasó de “gripe leve” a “amenaza global”. ¿Cuántos españoles murieron debido a aquella orquestación infame?
Lo más preocupante, sin embargo, es que la sociedad parece ya inmune a las mentiras; no las penaliza en las urnas, las normaliza. Nos hemos acostumbrado a ver cómo los dirigentes prometen una cosa y ejecutan la contraria sin que ello conlleve el más mínimo coste político. La mentira se ha convertido en herramienta de gestión, en una constante estructural. Este desapego entre palabras y hechos no es inocuo: mina los cimientos mismos de la convivencia democrática. Cada mentira del Gobierno no solo erosiona la democracia, sino que ahuyenta la inversión, hunde la confianza, alimenta el cinismo y perpetúa la desafección social.
Cuando el Gobierno convierte la contradicción en rutina, ¿quién en su sano juicio va a contratar, invertir o planificar a largo plazo? ¿Para qué apostar por un país donde las promesas oficiales valen menos que un tuit de madrugada? El PSOE ha demostrado en su manual de gobierno que el relato es una excusa perfecta para no gobernar. Puede funcionar durante un tiempo, pero eventualmente la realidad se impondrá. Y cuando lo haga, será implacable. España no necesita más guionistas en Moncloa, ni actores de campaña. Necesitamos dirigentes serios, coherentes, con respeto a la palabra dada y, a poder ser, que no tengan una relación psicopática con la verdad.