La decadencia silenciosa
«Después de dos décadas desperdiciadas, el malestar cívico y el empobrecimiento relativo de las nuevas generaciones dibujan un horizonte sombrío»

Ilustración de Alejandra Svriz
En La decadencia de Occidente, Oswald Spengler propuso la inquietante idea de que las civilizaciones no mueren por causas externas, sino por agotamiento interior. Es decir, que pierden el alma antes que el cuerpo. En España no nos encontramos aún en ese punto, pero los indicios de decadencia son difíciles de ignorar. Después de dos décadas desperdiciadas, el malestar cívico y el empobrecimiento relativo de las nuevas generaciones dibujan un horizonte sombrío.
Al menos una generación entera ha vivido entre la promesa de la prosperidad y el desplome de sus expectativas. La generación anterior –que es la mía– fue sólo un poco más afortunada. Hablamos con facilidad de 30 años sin ganancias de prosperidad. España crea empleo, sí, aunque con los salarios estancados desde el crac de 2008. Mientras tanto, la burbuja de la vivienda sigue obstaculizando el camino más habitual hacia la independencia personal. Es el resultado de una normativa que dificulta la edificación, unida a la concentración de oportunidades en unas pocas capitales de éxito. A ello se suma, una presión fiscal desmedida, destinada en su mayor parte a sostener las pensiones. De hecho, los jubilados son hoy el único sector de población cuya renta ha aumentado de forma sostenida en los últimos 20 años, forjándose así una ecuación perversa: los más jóvenes financian un Estado que se les vuelve en contra.
«El sectarismo y la vulgaridad se han enseñoreado del debate público»
El declive de las infraestructuras por falta de mantenimiento se hace palpable cada verano, precisamente cuando la tensión social las pone a prueba. El déficit acumulado suma ya miles de millones de euros. A su vez, las listas de espera en la sanidad pública crecen y el fracaso escolar –de acuerdo con los indicadores educativos internacionales– se mantiene en niveles inaceptables. El continuo estallido de casos de corrupción política o de mala praxis induce un cinismo generalizado. El sectarismo y la vulgaridad se han enseñoreado del debate público; poco importa si hablamos del Congreso, de las tertulias radiofónicas y televisivas o de las redes sociales.
Ross Douthat, columnista de The New York Times, se ha referido en alguna ocasión a la «decadencia sin colapso” que podría estar afectando a los Estados Unidos: una situación de estancamiento crónico en la cual las democracias modernas mantienen sus formas sin capacidad real de transformación. Algo similar podría decirse hoy de España, con el agravante de que partimos de más abajo. Nuestra política ha caído en un bucle: debates huecos, promesas sin cumplir, pactos cada vez más costosos. Todo ello mientras los verdaderos desafíos –la productividad, la natalidad, el envejecimiento, la reforma del Estado del bienestar– siguen sin abordarse. O simplemente se niegan.
«Nunca en la historia de España ha pesado tanto el voto de los mayores como ahora»
El factor demográfico es clave. Nunca en la historia de España ha pesado tanto el voto de los mayores como ahora. Esta realidad orienta las prioridades del Estado: más pensiones, más gasto pasivo, menos inversión en el futuro. Los jubilados no son los culpables –han trabajado y cotizado, y tienen derecho a la seguridad–, pero el desequilibrio es manifiesto y afecta al potencial de futuro del país. Sin niños ni jóvenes no hay alternativa a la inmigración.
Hay en España una coreografía generalizada que se llama mediocridad. Hay otra que se llama populismo. Izquierda y derecha apenas ofrecen nada valioso. Lo que hemos perdido es algo tan irrenunciable como el sentido común y el mínimo coraje que nos permita librarnos de la maldición del presente.