The Objective
Ignacio Vidal-Folch

Yo también embellezco mi currículum

«Las alegaciones de los acusados de impostura suelen ser de carácter sentimental. Recurren al daño que se inflige a su familia o a su intachable hoja de servicios»

Opinión
Yo también embellezco mi currículum

José María Ángel Batalla en una foto de archivo. | Europa Press

Ese señor socialista, funcionario en Valencia, que tenía un título fechado en un año en el que la titulación todavía no existía, y que ha presentado su dimisión irrevocable –muy ofendido y agraviado por la mancha que otros han hecho caer sobre su armiño y el estrés que recae sobre su familia… como si la culpa de su (presunta) pillería fuese del anónimo denunciante, de los periodistas metomentodo y de Anticorrupción— invita a reflexionar.

Son curiosas estas explicaciones defensivas. Las alegaciones de los acusados de impostura suelen ser de carácter sentimental. Suelen recurrir al daño que se está infligiendo a su familia o a su intachable hoja de servicios. Recuérdese que cuando salió lo del hermano de Ayuso y las mascarillas que vendía, en plena covid, a la Comunidad de Madrid, la presidenta –que, ¡por supuesto!— no sabía nada de eso, se sulfuró porque los acusadores se metían con lo más íntimo, lo más respetable, ¡la familia, nada menos!

También el presidente del Gobierno, cuando su esposa se vio interrogada por el juez, nos explicó no sólo que era inocente, sino además que estaba profundamente enamorado de ella; lo cual es conmovedor, ¡desde luego! Y tenemos también el caso de la jovencísima diputada del PP que ha renunciado a su escaño no tanto lamentando su currículum creativamente embellecido, sino profundamente dolorida por el sufrimiento que el caso estaba causando a sus padres, que sin duda merecen lo mejor.

En el caso valenciano, la investigación se desencadenó a partir de una denuncia anónima. Esto es interesante. Ya expliqué aquí el otro día que la gente no se hace todavía una idea cabal de los tiempos en que vivimos, en los que todo está bajo vigilancia. Añado ahora que muy probablemente estas trapisondas, que han de estar mucho más extendidas de lo que sabemos, son un atavismo de cuando el poder y la autoridad eran poder verdadero y autoridad respetable o por lo menos respetada. Esas cosas –poder y autoridad- ya apenas existen en España, salvo en estado agónico. Han quedado atrás los tiempos en que nadie denunciaba los abusos de su superior porque el poder era inexpugnable y cerraba filas, y enfrentarse a él podía traer pésimas consecuencias.

Todo esto me recuerda cuando Pilar Rahola, entonces diputada en el Congreso, columnista estrella de La Vanguardia, presencia permanente en TV3, huésped y amiga de los presidentes de la Generalitat, intentó retirar su coche del depósito municipal de Badalona sin pagar la multa correspondiente, enfrentándose a un guardia a la voz paleofranquista de «usted no sabe quién soy yo».

«Corren todos a corregir sus currículos, restaurando la desnuda, melancólica y mediocre verdad, por lo que pueda pasar»

Años atrás estas formulaciones obraban milagros. El empleado, el camarero, el subalterno, se echaba a temblar, daba media vuelta y se iba con la cola entre las piernas. Ahora, no. Ahora a nadie le importa quién es nadie. Al guardia municipal le daba igual lo poderosa y bien relacionada que estuviera aquella señora estrepitosa. En el depósito municipal había cámaras y la grabación de los hechos se difundió. Rahola se vio forzada a pedir excusas y abandonar el espacio público por lo menos diez minutos –conociéndola, le debieron parecer una eternidad.

¡La había sorprendido el espíritu de los tiempos! Un espíritu escrutador, intrusivo y chivato, que ya no respeta nada, que lo desprecia todo.

Parece que por fin la gente se está dando cuenta y corren todos a corregir sus currículos, retirándoles los embellecedores y los títulos fraudulentos que los realzaban, restaurando la desnuda, melancólica y mediocre verdad, por lo que pueda pasar. Por si a alguien se le ocurre huronear en ella. Adiós a la fantasía. Hay ese furor retrospectivo, restaurador de los hechos desnudos.

Puaj. Pero yo no quiero ser menos prudente: he venido a estas líneas a reconocer que lo que dice mi biografía –la que figura, con mi foto, junto a mis artículos— está ligeramente hinchado.

«No fui exactamente fogonero en un barco ballenero, pero siendo niño tomé un cursillo para tripular un Vaurien»

La verdad es que no llegué a ser, como me jacto en ese currículum, inspector de hoteles para la cadena Savoy, sólo llegué una noche a alojarme en uno.

Tampoco toqué la guitarra en la estación de metro Sébastopol de París, pero sí que pasé por allí una vez y le eché una moneda a un mendigo (puedo demostrarlo: nos hicimos un selfie).

Tampoco fui exactamente fogonero en un barco ballenero, pero siendo niño tomé un cursillo para tripular un Vaurien. Tengo el diploma, del club náutico de Premiá.

Por lo demás, y antes de que me reproche nadie nada: NO soy catedrático de física cuántica, sólo leí un libro de Ravelli y ni siquiera lo entendí muy bien, y eso que era para tontos. NO gané nunca la final de Roland Garros. NO fui amigo de Nabokov, en Montreux. Ni de Karel Schwarzenberg, aunque si me lo hubiera propuesto quizá habría podido. NO fui novio, en el año 2.000, de Silvia Jato, y NO la dejé porque me diera dolor de cabeza su forma tan rápida de hablar. Sólo la vi en la tele. Y reconozco que NO, NO y NO todo lo demás. 

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