The Objective
Fernando Savater

Azpeitia en el corazón

«Los diplomas de los toreros son los más auténticos que hay porque están firmados con su sangre: el toro es un tribunal que no admite recomendados»

Opinión
Azpeitia en el corazón

Morante de la Puebla en una foto de archivo. | EFE

Supongo que la música verbal que acompaña los recuerdos taurinos de la mayoría tiene acento andaluz. En mi caso, si me remonto a la infancia, no es así: suena más bien a euskera. Los toros me acompañan desde rincones de la Parte Vieja donostiarra, empezando por el viejo bar Alcalde al final de la calle Mayor, todo decorado de amarillentos cartelones de corridas rematadas hace mucho, dónde íbamos mi amigo Juan Berraondo y yo a comprar los incomparables bocadillos de jamón que eran las vituallas imprescindibles para nuestras tardes jugando por el Urgull. Fue hace setenta años y ya nada ha vuelto a saber como aquel jamón y aquellos paseos monte arriba… Sin salir de la Parte Vieja, recorriendo la carismática y terrible calle 31 de agosto, llegamos al antiguo bar La Cepa, todo decorado con los hierros de las grandes ganaderías españolas de reses bravas, las primeras divisas que vi en mi vida. Recuerdo haber estado allí en una cena familiar y que mi padre me señaló discretamente un señor de cabello blanco sentado en una mesa cercana: “Ese es Domingo Ortega”. ¿Volvíamos quizá esa tarde del Chofre, la plaza donde vi las primeras corridas de mi vida? Aquellos carteles que hoy suenan mitológicos: Antonio Ordóñez, Paco Camino, Diego Puerta… Este me gustaba especialmente porque su apodo popular era el nombre del héroe de mis seriales radiofónicos favoritos: Diego Valor… El Chofre fue inmolado hace mucho al afán de especulación inmobiliaria de los últimos años del franquismo. Y lustros después la Cepa fue redecorada y perdió toda su iconografía taurina, después de que allí fuese asesinado (no diré “vilmente”, todos los asesinatos son viles) nuestro teniente de alcalde, el inolvidable Gregorio Ordóñez, cuando almorzaba con mi querida María San Gil. Puedo testificar que en aquellas Semanas Grandes de mi niñez y adolescencia se hablaba más de toros por la noche que de fuegos artificiales. Sí, se hablaba con acento vasco, que tanto me gusta oír, y se discutía en euskera entre los que llegaban del interior de Guipúzcoa, sobre todo por ejemplo de Azpeitia.

«Todas las entradas de la plaza de Azpeitia para la corrida de San Ignacio se agotaron nada más ponerse a la venta»

Dudo de que haya otra localidad en España de población semejante más entusiasta de los toros que Azpeitia. Allí volví otra vez esta semana, después de tantos años, a su pequeña y entrañable bombonera, para ver la gran corrida del día de San Ignacio. ¿Dónde celebrar mejor a San Ignacio que en Azpeitia, la cuna, por así decirlo del combativo Quijote de Loyola? Toreaban nada menos que Morante de la Puebla, el ídolo de una afición que nunca ha dejado de tenerlos, Daniel Luque, campeón de esa plaza, y el elegante Juan Ortega. A ver quién puede ofrecer más en nuestra actualidad de sectarios, corruptos y falsificadores de títulos. Los diplomas de los toreros son los más auténticos que hay porque están firmados con su sangre: en el ruedo nadie puede hacerse pasar por lo que no es, porque el toro es un tribunal que no admite recomendados. De todas las grandes fieras quizá ninguna impresiona más que el toro bravo porque guarda su seriedad hasta el final. Leones y tigres muestran sus colmillos entre rugidos y el gran tiburón blanco deforma sus fauces por afán de morder, pero el toro no se inmuta con gestos fanfarrones: va a por el torero mortalmente serio, como quien va a misa. Que luego resulte engañado una y otra vez no es más que otra metáfora vital, porque en la tauromaquia todo es metáfora desde el riesgo hasta la muerte misma.

Todas las entradas de la plaza de Azpeitia para la corrida de San Ignacio se agotaron nada más ponerse a la venta. Y los viejos que estuvimos allí sabemos y celebramos que la mayoría de espectadores fuesen jóvenes. Por cierto, lo mismo está ocurriendo este verano en tantas otras plazas de España. Sí, digo España y muy a sabiendas, porque me refiero lo mismo a Jerez que a Santander, a Bilbao o a las Ventas. Ya parece que hay hasta un alcalde catalán de Junts que pide que vuelvan las corridas formales a su localidad y se dejen de correbous y esas gansadas. Si quieren saber lo que pasó en Azpeitia lean el estupendo artículo en que lo cuenta Chapu Apaolaza en ABC. Yo aún me río porque a la puerta del coso se desgañitaba protestando un grupo de radicales. Como padezco sordera creativa, creí que gritaban algo sobre Ernestina de Champourcin, pero resulta que era más bien que los animales no deben sufrir. En eso estoy de acuerdo, como animalito asilvestrado que soy. Lo cierto es que fuera de la plaza hubo dieciocho personas y dentro estuvimos cuatro mil. Por una vez podemos asegurar que nosotros somos más sin engañar a nadie.

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