México solo indígena, una falsedad
«Lo preocupante es que esta ideología ha tomado el poder y extiende su influencia supersticiosa a la vida política del país»

Zócalo, la gran plaza de Ciudad de México.
Con la celebración de la fundación (mítica) de Tenochtitlán, el pasado 26 de julio, culminaron siete años de manipulación histórica por parte del Gobierno de México, con fines estrictamente propagandísticos. Este relato incluye la creación de un chivo expiatorio y presenta la historia como un instrumento político: un pasado glorioso destruido por traidores cuyos herederos operarían aún en el presente. El chivo expiatorio es un colectivo, «los españoles», que mutaron como salamandras, en conservadores, porfiristas y neoliberales. Se trata de una historia acientífica, plagada de anacronismos y dislates, donde se seleccionan los datos a conveniencia y se omite todo aquello que incomode. Una narrativa simplista y maniquea que, sin embargo, en la era del victimismo, resulta altamente persuasiva.
Los maestros de este uso faccioso de la historia fueron los regímenes fascistas europeos: la esvástica nace del mito ario promovido por la sociedad secreta Thule, así como la simbología imperial romana fue reciclada por el fascismo italiano. Desde el otro polo ideológico, Fidel Castro también fue un maestro en el uso instrumental de la historia. Logró convencer al mundo –y luego a su propio pueblo, conforme iban muriendo los testigos directos– de que la Cuba prerrevolucionaria era únicamente un burdel y un casino al servicio de Estados Unidos, olvidando la rica historia cultural, científica y política de la República cubana. Pocas manipulaciones históricas han sido tan graves como la conversión de Camões en estandarte del imperio por parte del régimen de Salazar, o la de José Martí en látigo del imperialismo estadounidense, según el relato castrista. El primero, convertido en símbolo de expansión colonial; el segundo, despojado de su complejidad y usado como icono de lucha antiestadounidense.
Es cierto que desde el poder siempre se ha usado –y abusado– de la historia como fuente de legitimación. Pero también es verdad que, cuanto más democrático es un sistema, menos se recurre a la historia como coartada para la acción política, quedando su uso relegado al debate académico con algún impacto en la opinión pública. Lo saben bien los españoles, que asistieron al esperpéntico anuncio de las conmemoraciones por el 50 aniversario de la muerte de Franco promovido por Pedro Sánchez, con menos fuerza en los hechos de la que se había anunciado (es marca de la casa, por un lado, y no está el Gobierno para quemar pólvora en infiernillos, por otro).
Volviendo al caso mexicano, resulta problemático, cuando no francamente patético, anclar toda la idiosincrasia nacional al mundo mexica. La peregrinación de ese pueblo fue solo una de las muchas migraciones de nómadas de lengua náhuatl que llegaron al altiplano central desde el norte. Su llegada y posterior encuentro con los pueblos más antiguos y sedentarios –que también, milenios antes, habían arribado siguiendo rutas como la del estrecho de Bering– formaron parte del largo proceso que dio origen a Mesoamérica. Esta región no es un producto exclusivo de los mexicas, sino la síntesis virtuosa entre el nomadismo proveniente de Aridoamérica y el sedentarismo desarrollado en los fértiles valles del altiplano. La Ciudad de México no se fundó hace 700 años: la capital azteca fue solo una etapa, dentro de un ciclo prehispánico milenario, en un territorio con una historia mucho más larga y compleja.
Los mexicas lograron notables avances civilizatorios, como el equilibrio ecológico que alcanzaron gracias a su inteligente manejo del agua en los lagos del valle de México. Esto contrasta profundamente con el México virreinal e independiente, que vio en el agua un enemigo, provocando con el tiempo dos males paralelos: la desertificación y frecuentes inundaciones en lo que fue un esplendoroso sistema hídrico. En el ámbito artístico, destacaron especialmente en la escultura en piedra y obsidiana, la arquitectura religiosa, el arte plumario, la escritura ideográfica y la astronomía. Sin embargo, también fueron un imperio militarista y sanguinario, que utilizó la guerra como mecanismo de expansión y el sacrificio humano de enemigos cautivos como elemento central de su cosmovisión religiosa y política. No es casual que su derrota no haya sido exclusivamente obra de los conquistadores, sino del complejo sistema de alianzas que Cortés logró tejer con los muchos pueblos sometidos por los mexicas.
«Ver el virreinato como un simple paréntesis de opresión en una supuesta historia gloriosa de México es un crimen cultural»
En cualquier caso, la historia no es un menú a la carta ni un simple desiderátum. El virreinato también fue un periodo de esplendor para México, con sus claroscuros. Hubo explotación de la mano de obra indígena en las minas y encomiendas, sin duda, pero también se construyó un legado que aún hoy asombra al mundo: palacios, calzadas, conventos, plazas, catedrales, universidades, imprentas, retables, cuadros y esculturas. Desde la Ciudad de México se gobernaba un vasto territorio que incluía las islas Filipinas, Centroamérica y buena parte del territorio que, tras la independencia de México, pasaría a formar parte de Estados Unidos.
Ver el virreinato como un simple paréntesis de opresión en una supuesta historia gloriosa de México es un crimen cultural que cancelaría, por ejemplo, el Barroco mexicano –la mayor aportación de México al arte universal– y una falsedad. Esto no lo digo yo, lo dijo antes y mejor Guillermo Tovar de Teresa, en sus libros sobre el mundo virreinal, incluido su indispensable México: Crónica de un patrimonio perdido, donde documenta iglesia a iglesia, convento a convento y cuadro a cuadro, la destrucción de la ciudad virreinal a manos de la furia iconoclasta del progreso.
El virreinato fue el crisol del que surgió esa síntesis de costumbres y saberes que hoy llamamos México. Esto también lo dijo antes Fernando Benítez en su libro Los primeros mexicanos, un intelectual nada sospechoso de hispanismo. Dedicó buena parte de su vida a recorrer los pueblos indígenas, de lo cual nació su obra cumbre, Los indios de México. Fue a partir de esa convivencia que descubrió que, incluso en el seno de comunidades indígenas monolingües y aisladas, los valores predominantes eran mestizos. La cocina mexicana, el tequila, los mariachis, el rebozo, la Virgen de Guadalupe, el Día de Muertos y un sinfín de elementos más, son el resultado de la fusión armónica de dos tradiciones: la indígena y la española. Tovar de Teresa se interroga por qué en Palacio Nacional la fuente del patio central tiene un Pegaso como motivo escultórico en Pegaso en Palacio Nacional. No hay espacio aquí para sintetizar sus hallazgos, salvo decir que Pegaso era usado como símbolo de una síntesis armónica entre el mundo indígena y el mundo español. El mensaje es claro, para ser libre y pleno México debe reconciliarse con su historia y con sus dos abuelos: el español y el indígena. Eso justamente habían reclamado antes Justo Sierra, José Vasconcelos y Octavio Paz. Y esto debería incluir a los parientes que se sumaron en los siglos XIX y XX, al convertirse el país en tierra de acogida para migraciones y exilios, desde la cultura libanesa a la judía, de los italianos del norte a los franceses de los Pirineos, de los republicanos españoles a los sudamericanos perseguidos por las dictaduras militares. Mestizaje, idiosincrasia abierta, ciudadanía y democracia, frente a mitos y esencialismos que enmascaran una pulsión de poder autoritario.
«Los concheros», como popular y despectivamente se ha llamado en la Ciudad de México a los danzantes que se presentan en el Zócalo, no son remanentes vivos de una tradición azteca: son mestizos disfrazados con bisutería «indígena», que ejecutan pasos y rituales inventados, igual que el italiano que te ofrece una foto disfrazado de legionario a los pies del Coliseo. Lo mismo pasa con los santeros que han proliferado en ceremonias de purificación y limpia posmodernas cuyo efecto para la salud es incluso menor que la medicina homeopática, ya que a lo inocuo de sus prácticas hay que sumarle la intoxicación por los humos del copal. Lo preocupante es que esta ideología ha tomado el poder y extiende su influencia supersticiosa a la vida política del país. Todo esto ocurre mientras el Palacio Nacional –una de las pocas obras del siglo XVI que sobrevivieron al «progreso» destructor del siglo XIX y XX– permanece cerrado para los ciudadanos que quisieran visitarlo. La razón: ahí moran los nuevos huey tlatoanis de México. Primero, López Obrador, y ahora Claudia Sheinbaum, nombres de evidentes resonancias indígenas.