The Objective
Miguel Ángel Benedicto

La España fallida

«Somos un país que ha aprendido a convivir con la corrupción, unas instituciones débiles, una clase política mediocre y una ciudadanía resignada»

Opinión
La España fallida

Ilustración de Alejandra Svriz.

La situación política de España no es solo responsabilidad de Sánchez; también es reflejo de todos nosotros. Somos un país que ha aprendido a convivir con la corrupción, unas instituciones débiles, una clase política mediocre y una ciudadanía resignada.

En una sociedad que tolera que la ministra de Universidades relativice la falsificación de títulos como si fueran meras erratas administrativas, el principio de mérito y esfuerzo queda reducido a escombros. Apenas nos inmutamos cuando el fiscal general se sienta en el banquillo y se aferra al cargo, pese a estar acusado por sus propios subordinados y comprometer la credibilidad del sistema judicial. No reaccionamos cuando el Congreso amenaza con sancionar a periodistas acreditados, y aceptamos como normal que los medios públicos abandonen la neutralidad informativa, entregados a redacciones colonizadas por militantes disfrazados de periodistas cuya misión es blindar al gobierno frente a cualquier escrutinio incómodo.

En la cúspide de esta pirámide de degradación institucional y social se encuentra un presidente que ha convertido la política en un ejercicio de polarización y resistencia personal. Sánchez negocia con Cataluña no como parte de una estrategia de Estado, sino como mecanismo de supervivencia. Cada concesión es una inversión en su propia supervivencia, aunque a costa de la estabilidad del país y de su prestigio internacional.

El sanchismo es una forma de entender la política y la vida pública, una mezcla de pragmatismo, resistencia y desprecio por las reglas, que se asienta sobre una ciudadanía que no exige otra cosa. A este paisaje se suman problemas estructurales que rara vez se colocan en el centro de la agenda como un sistema de pensiones debilitado y una sociedad envejecida; un mercado de vivienda cada vez más inaccesible, una educación y sanidad en horas bajas y la debilidad de nuestras instituciones políticas. La oposición, lejos de capitalizar el desgaste, se resigna a esperar que el Gobierno caiga solo. Pero la autodestrucción tarda y, mientras tanto, las alternativas del PP son poco más que versiones descafeinadas de lo que critican, en lugar de darle la vuelta al calcetín.

Sin embargo, lo más preocupante no está en Moncloa ni en Génova, está en la calle. O, más bien, en la ausencia de ella. Una sociedad que no responde con manifestaciones masivas ni ejerce una presión sostenida que incomode al poder tendrá, como recordaba De Maistre, los gobernantes que merece. Llegarán las elecciones y, como ya ha ocurrido antes, no será extraño que los mismos votantes que hoy critican la corrupción terminen premiándola de nuevo en las urnas.

«Lo que necesitamos no es un salvador providencial, sino controles efectivos e instituciones independientes»

El problema no es solo Pedro Sánchez. Él es el símbolo máximo, no la raíz. Un político así no aparece en sociedades con cultura política sólida, sino en entornos donde la exigencia ciudadana es baja, la memoria corta y la tolerancia a la mediocridad altísima. España ha perdido valores como la cultura del esfuerzo que ha sido sustituida por la de los influencers, donde la apariencia cuenta más que la solvencia. En este ecosistema, se castiga al que más trabaja y se premia la astucia, aunque sea a costa del interés general.

Es una sociedad enferma que digiere sin inmutarse que se paguen prostitutas con dinero público mientras se enarbola el feminismo como bandera, o que tolera la corrupción en quienes prometieron llegar para limpiar las instituciones. La picaresca española ha alcanzado su cénit con los Ábalos, Koldos y Cerdanes, pero una parte del país sigue respaldando a esos buscones y lazarillos que siguen incrustados en nuestro ADN colectivo.

Mientras el domingo haya clásico, en verano chiringuito y durante el año la posibilidad de tomarse una cerveza (también para la oposición), España seguirá convencida de que no hay nada urgente que arreglar. Tenemos el Sánchez que merecemos, porque quizá, en su lugar, actuaríamos parecido. Lo que necesitamos no es un salvador providencial, sino controles efectivos, instituciones independientes y un sistema capaz de frenar los excesos de cualquier presidente, sea del signo que sea.

En este panorama desolador, apenas resiste una Galia institucional con unos jueces y fuerzas de seguridad, cada vez más oprimidos, que se empeñan en recordar que la ley está por encima de las coyunturas políticas, y un puñado de medios incómodos que, sin recursos ni favores, mantienen viva la costumbre de fiscalizar al poder, pese a que una nueva ley les amenaza con asfixiar la independencia informativa.

«No basta con cambiar las caras. Es necesario un cambio de mentalidad profunda, una revisión de la cultura política»

¿Cómo se cura una sociedad enferma? La receta es conocida, pero difícil de aplicar, pues pasa por fortalecer la sociedad civil, liberarla de la lógica de la subvención, exigir transparencia y rendición de cuentas, devolver a la ética y al mérito el espacio que les corresponde. Y, sobre todo, recuperar el principio de alternancia, una garantía básica de salud democrática que incomoda a Sánchez y a sus «intelectuales» y artistas de cabecera, como ellos mismos han dejado claro en mítines y manifiestos.

Pero aquí topamos con el verdadero problema: no basta con cambiar las caras. Es necesario un cambio de mentalidad profunda, una revisión de la cultura política que nos ha traído hasta aquí. Y esa transformación no vendrá de arriba; tendrá que forjarse desde abajo, en una ciudadanía que deje de conformarse con sobrevivir y empiece a exigir calidad institucional. La pregunta del millón en España es si existe la masa crítica necesaria para forzar ese cambio. La resignación es más cómoda que la exigencia, y la indignación digital más sencilla que la movilización real.

Quizá estemos a tiempo, pero cada día que pasa el margen se reduce. Porque la pregunta ya no es si España es una sociedad fallida, sino si, cuando despertemos, aún quedará algo que salvar. La Galia judicial y periodística seguirá resistiendo, pero no hay aldea que aguante si el resto del país decide rendirse.

Publicidad