The Objective
Javier Benegas

El 11-M, Zapatero y las décadas perdidas

«Tras 21 años de caída silenciosa muchos empiezan a sospechar que se merecen un país mejor, que no viva de rodillas ni con complejo de okupa en su propia casa»

Opinión
El 11-M, Zapatero y las décadas perdidas

Atentado del 11-M.

Han pasado 21 años desde aquel 11 de marzo que partió en dos la historia reciente de España. Un atentado brutal, una conmoción colectiva y, desde entonces, una deriva que aún hoy, en 2025, estamos lejos de enderezar. Al contrario, vamos de mal en peor. Pero algo ha cambiado. Tras dos décadas de caída silenciosa, parece abrirse paso una intuición incómoda y poderosa: muchos empiezan a sospechar que se merecen un país mejor. No un paraíso socialista, tampoco una épica impostada, simplemente una nación que no viva de rodillas ni con complejo de okupa en su propia casa.

Demasiadas casualidades

Para entender este presente, conviene repasar los pasos que nos han traído hasta aquí. En julio pasado, escribí tres artículos en THE OBJECTIVE con los que he intentado dibujar un mapa revelador de la descomposición española.

El primero, Un topo en el corazón del Estado, mostraba la preocupante penetración de intereses ajenos en las entrañas del poder: compras de gas ruso trianguladas a través de Francia en plena guerra de Ucrania, cesiones sistemáticas a Marruecos en cuestiones clave como el Sáhara o los flujos migratorios, convertidos en instrumento de guerra híbrida por nuestro vecino del sur, y una política exterior que, en su conjunto, parece diseñada por cancillerías forasteras y ejecutada en Madrid. Todo ello coronado por un presidente cada vez más entregado a su propio interés, en ocasiones bastante oscuro, y poco o nada al interés general.

En el segundo texto, Sánchez y el dragón, trazaba los vínculos crecientes entre el poder político en España y el Partido Comunista Chino. En él, José Luis Rodríguez Zapatero reaparecía no ya como una lamentable figura del pasado, sino como agente activo de una estrategia de alineamiento con regímenes autoritarios. Su conexión con los intereses del Partido Comunista Chino, y su papel como valedor del Grupo de Puebla y, especialmente, de la narcodictadura venezolana, ayudan a entender mejor los escándalos y decisiones del actual Gobierno español: la dimensión transnacional de su corrupción, la entrega de infraestructuras críticas a empresas chinas, la colaboración tecnológica con Huawei, incluso en áreas sensibles como el sistema SITEL, la Seguridad Social o Defensa, y la promoción de una visión importada, extremista y antidemocrática del poder como garante de la impunidad de los tiranos.

En esta línea, el control informativo, el discurso único y la criminalización de la disidencia no son anomalías accidentales, son piezas de un modelo deliberadamente importado que, como en otros países iberoamericanos, ha probado su eficacia para consolidar golpes de régimen, con apariencia democrática, por la puerta de atrás.

«Desde el 11-M, España ha oscilado entre el servilismo estratégico y el trampantojo ideológico»

En el tercer artículo, Zapatero y Sánchez: el guion oculto, retrocedí precisamente al origen de esta deriva: el 11-M. Aquel atentado no sólo cambió el resultado de unas elecciones generales: quebró psicológicamente a una nación que, en 2004, tras un largo periodo de ausencia, aspiraba a regresar a las grandes ligas de la política europea e internacional.

El desprestigio de una nación

Desde entonces, España ha oscilado entre el servilismo estratégico y el trampantojo ideológico. Marruecos y Francia obtuvieron dividendos claros: el primero, un socio debilitado dispuesto a ceder en casi todo; el segundo, la eliminación de un contrapeso en la política europea, controlada manu militari por el eje francoalemán. ¿Y España? España perdió algo más que 191 vidas: perdió la confianza en sí misma.

El atentado no fue sólo una matanza; fue una humillación existencial. A partir de entonces, todo ha sido cuesta abajo. Sin embargo, 21 años después, se perciben claros síntomas de hartazgo. Especialmente entre los jóvenes, esos a quienes se les ha dicho que deben conformarse con subsidios, resiliencia y una habitación en alquiler en un piso patera compartido con desconocidos. Los jóvenes lo que quieren no es dependencia paternalista, sino poder sentirse protagonistas de algo que merezca la pena.

En el fondo, todo ser humano –y más aún todo joven– necesita sentirse necesario, valioso. Y ese anhelo legítimo choca de frente con una política castradora que nos trata como débiles mentales, peligrosos psicópatas o súbditos, según el día. A esto se suma el discurso político hegemónico, plagado de catastrofismo ecológico y de culpa histórica, que paraliza cualquier ambición de mejora con amenazas apocalípticas sobre el clima, el género, la xenofobia o el pecado original del descubrimiento de América.

El mito de la ‘normalidad

Este deseo de renacer, sin embargo, todavía carece de un liderazgo político capaz de encauzarlo. La derecha sociológica parece confiar en la fuerza de la inercia: esperar a que el Gobierno se desgaste solo, encarnar una idea difusa de «normalidad» y gestionar con mejores modales la decadencia nacional. Porque seamos sinceros, en esta derecha sociológica, ¿quién no sueña con volver a los gloriosos días en que el consenso era sólo una manera educada de barrer los problemas debajo de la alfombra?

Sin embargo, esa vieja «normalidad» que algunos anhelan es precisamente la que nos ha conducido a la feroz anomalía del presente. No se puede regresar al pasado porque no existe la máquina del tiempo. Además, el pasado que algunos añoran en realidad nunca existió: fue una ficción en la que el consenso anestesió los desafíos reales. Esa acomodada normalidad es lo que convirtió la «modélica transición» en coartada, para eludir reformas profundas, y la alternancia, en turnismo, en vez de competencia entre visiones diferentes. Y así nos ha ido.

Un lector me reprochó haber sido demasiado duro con la indefinición y la falta de ambición del Partido Popular en su último congreso. «Ahora lo importante es sacar a Sánchez de la Moncloa y regresar a la normalidad», me dijo, «ya habrá tiempo para pensar en lo demás». Pero esa lógica, dominante en la derecha sociológica, de posponer los problemas de fondo en nombre del pragmatismo, es parte sustancial del problema.

Tal vez alcance para ganar elecciones, pero no se puede salvar un país desde la melancolía ni desde el cálculo; sólo se puede desde la aceptación radical del presente, con todo su dolor y su absurdo. Y aceptar el presente implica algo más que resignación: implica diagnosticar con honestidad, sin complejos, que la vieja idea de normalidad está agotada y que su continuidad sólo puede sostenerse mediante engaños o coerción. Es hora de ir más allá, si queremos dejar de decaer.

La política es un estado de ánimo

La redención que no nace del reconocimiento del origen del mal es autoengaño. La salvación, si ha de venir, vendrá desde el mismo lugar donde anida el peligro. Y eso exige madurez, coraje y una pizca de insolencia. Sólo así, quizá, esa España que despertó sobresaltada el 11 de marzo de 2004 esté lista para mirar al futuro sin miedo y sin nostalgia, con la determinación serena de quien ha tocado fondo y ya no está dispuesto a cavar más.

Si algo ha caracterizado a las dos décadas perdidas que han seguido al mayor atentado de la historia de España, además de los costos materiales y políticos, es una mezcla de humillación sostenida y lacerante resignación. Y en esa tensión está germinando la oportunidad de un cambio de rumbo. No de regreso al pasado ni en dirección al vacío. Sino hacia una España que vuelva a reconocerse a sí misma, sin disfraces, imposturas ni tutelas. Una nación que recupere el lugar que le corresponde en el mundo, por historia, por peso específico y por situación estratégica.

Es difícil, por no decir imposible, encontrar en Occidente un país con una historia tan relevante como la nuestra y que, al mismo tiempo, la desconozca, desprecie o ridiculice con tanta vehemencia. Esta es una peligrosa paradoja, pues ninguna nación puede sobrevivir sin autoestima. Cuando una sociedad pierde el orgullo ­­­­­­­­–no el chulesco ni el imperial, sino el digno, el cívico, el que permite mirar a los ojos a otras naciones sin bajar la cabeza–, todo lo demás tarde o temprano se acaba desmoronando. La soberanía que se asienta en el amor propio no es una antigualla franquista: es una condición universal de la existencia política.

El estado de ánimo está cambiando, parece evidente. Pero para que ese cambio cristalice en una transformación prometedora hace falta mucho más que un candidato o unas siglas: hace falta una causa. Hace falta una narrativa común. Y, de entrada, hace falta reconocer en voz alta lo obvio: que el 11-M no puede seguir siendo un pétreo monumento a nuestra decadencia. Muy al contrario, debe convertirse en el recuerdo hiriente que nos estimule a rectificar. No por venganza. No por ira. Sino por orgullo. Por justicia.

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