The Objective
Marcos Ondarra

En defensa de los bañistas de Granada

«No hay virtud en pontificar con moralina desde un chalet, pero sí en la gallardía de los españoles humildes que, inmunes a etiquetas manidas, han dicho basta»

Opinión
En defensa de los bañistas de Granada

Varios de los nueve inmigrantes de origen marroquí, que habían llegado a la playa del Sotillo en Gualchos- Castell de Ferro (Granada) a bordo de una lancha. | EFE

Habrán visto la secuencia: una embarcación llena de inmigrantes ilegales procedentes de Marruecos desemboca en la playa de Castell de Ferro, en la provincia de Granada. Decenas de bañistas, hartos de una infamia que hemos normalizado de manera peligrosa (mientras que cualquier país civilizado controla sus fronteras, aquí cualquiera llega en lancha), se lanzan a retenerlos a la espera de que acudan las autoridades. La escena se salda con nueve detenidos. La progresía, esa que desprecia a los madrileños que veranean en una provincia que no es la suya, se indigna con quienes no permiten la entrada marítima (ilegal y a espuertas) de africanos. Y es que la endofobia, el odio hacia lo español, es la única forma de racismo tolerada en España, avalada por los supremacistas catalanes y vascos, convertidos ahora en enemigos de la xenofobia por obra y gracia de Pedro Sánchez.

Volviendo a la escena, conviene resaltar que se produce a los cinco días de los indultos del rey Mohammed VI a 19.673 delincuentes. Un dato que los adalides de las etiquetas baratas y los mantras para mononeuronales han obviado convenientemente. Vuelve a suceder lo de Torre Pacheco, en donde el hartazgo local, que los propagandistas del Régimen llaman racismo, llevó a sus habitantes a actuar contra una manada de magrebíes –éstos últimos, muy violentos– ante la desidia del Gobierno español, rehén de su amo marroquí y amigo de las mafias internacionales. 

Contra la realidad, el discurso oficial, que nos habla de refugiados (sin precisar de qué guerra huyen), pobres niños y niñas (en África, por lo que fuera, no hay niñes) que vienen a ganarse la vida y, de paso, a pagarnos las pensiones. Ángeles terrenales o humanos angélicos. Por otro lado, diabólicos racistas, fachapobres que, intoxicados por los pseudomedios y las redes sociales, descargan sus frustraciones contra los más débiles, movidos por el odio hacia el diferente. «Los penúltimos contra los últimos», dicen los progres, creyéndose los primeros.

«Es muy fácil pontificar desde atalayas, sean estas chalets de La Moraleja o platós de las televisiones del Régimen, pero quienes sufren la violencia son personas humildes»

Es muy fácil pontificar desde atalayas, sean estas chalets de La Moraleja o platós de las televisiones del Régimen, pero quienes sufren la violencia en Torre Pacheco, Hernani, Alcalá de Henares, o en tantos municipios de toda España, son personas humildes, clase trabajadora que tiene la imperdonable pretensión de pasear con seguridad por sus calles. Si la defensa de la seguridad y la salvaguarda de las fronteras queda en manos de los particulares es porque el Estado ha desaparecido. Y cuando el Estado, al que otorgamos el monopolio de la violencia para protegernos, abandona al pueblo, este reacciona por instinto de supervivencia.

Se ponen tronos a las causas (abandono del Estado) y cadalsos a las consecuencias (reacción del pueblo) mientras se señala a quien, desde el el sentido común más elemental, pide que lo ilegal sea ilegal, que el delincuente sea tratado como un delincuente, y que un malnacido como el agresor de un anciano en Torre Pacheco no salga a la calle, como ha salido, en un mes. Y que si sale, sea para ser repatriado ipso facto. Sin seguridad no hay libertad, y sin libertad… Sin libertad no hay nada.

«El discurso sueñista se reviste con moralina barata y (falsas) nobles intenciones, pero blanquea a las mafias que se lucran con el abominable negocio del tráfico de personas»

Solo el año pasado murieron más de 10.000 inmigrantes intentando llegar a España por mar. Ahí radica la perversión del discurso buenista, que se reviste con moralina barata y (falsas) nobles intenciones, pero en la práctica sirve para blanquear a las mafias que se lucran con el abominable negocio del tráfico de personas (el más inmoral de los delitos) y para convertir el Estrecho en un gigantesco cementerio. Tampoco ofrece un futuro digno a los que llegan, que, sin posibilidad de acceso al mundo laboral, se ven abocados a la marginalidad o a la delincuencia. Paradójicamente, oponerse a estas barbaridades y abogar por una inmigración regular y controlada, que aporte tanto al país receptor como a los inmigrantes, te convierte en un monstruo. Orwelliano, como casi todo lo que sucede de un tiempo a esta parte.

Las fronteras son las puertas que defienden nuestra casa común, la nación, y que protegen lo que más queremos. Nadie tiene derecho a franquearlas. Habría que preguntarse –retóricamente, pues sabemos la respuesta– cuántos de los progres que critican a los bañistas de Granada acogerían en su casa a esos ilegales. No hay virtud alguna en pontificar con moralina desde el chalet de una urbanización que no sufrirá la degradación multicultural, pero sí en la gallardía de los españoles humildes que, ya inmunes a etiquetas manidas, han dicho basta.

Su discurso se tambalea y el pueblo despierta: el 70% de los españoles quiere deportar a los ilegales. Eso –no el «racismo»– es lo que les jode.

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