The Objective
Ignacio Vidal-Folch

El gran escándalo de las bermudas

«No tiene que ser todo la comodidad. Sí así fuera, iríamos todos como esos turistas con sandalias, bermudas, camiseta, gorra con visera y a la espalda una mochila»

Opinión
El gran escándalo de las bermudas

Un hombre en pantalón corto. | Wirestock (Freepik)

Muy oportuno el artículo de ayer de un conocido columnista sobre el uso varonil de las bermudas o pantalones cortos. Hábito que él sostiene, recomienda y predica con una audacia retórica de alto voltaje.

Ese artículo colapsó ayer la centralita telefónica de THE OBJECTIVE, pues miles y miles de lectores llamaron, indignados de que en un asunto delicadísimo –llevar o no bermudas, cuando aprieta el calor–, el articulista se posicionase a favor de forma tan equivocada y vehemente, calificándole de «provocador de tomo y lomo».

Otros le tildaban de «aventurero del pensamiento», de «Jaimito», de pachorrudo y de cosas peores.

Pido que pongamos las cosas en su justa medida. Pues si el articulista en bermudas defiende con claridad y convicción su tan lastimoso código de etiqueta, hay que reconocerle por lo menos que con su salida de pata de banco ha puesto sobre la mesa un tema de vital interés, que a todos nos interpela y que sería digno de un seminario, de un simposio: «El pantalón corto. Cómo se introdujo en España (¿azar o perfidia?). Quién lo usa y qué pretende. A qué edad –¿los diez, los doce años?– es impertinente llevarlo. Cómo castigarlo. Cuándo prohibirlo».

Ese articulista cuyo nombre piadosamente me callo es además contumaz en el error. Pues ya el verano pasado nos salió sin prevenir con una defensa del uso de la camisa de manga corta. Ante semejante provocación, tuve que acogerme al derecho a réplica para dejarle claro que la manga corta es una horterada, se debe llevar siempre manga larga, arremangada si se quiere. Es la mínima muestra de respeto hacia nuestros semejantes. No tiene que ser todo la comodidad. Sí así fuera, iríamos todos como esos turistas con sandalias, bermudas, camiseta, gorra con visera y a la espalda una mochila de la que asoma una botella de agua. Puaj. Qué feos son, por Dios. Pura carne tonta. Y los hay que, encima, van tatuados.

«El intelectual había llegado antes y nos esperaba… en camiseta, bermudas y… ¡chanclas!»

A propósito de esto: a principios de verano nos citamos un intelectual muy conocido, una escritora y yo para debatir algunos temas de palpitante actualidad, mientras comíamos en un restaurante de Madrid.

Naturalmente, yo acudí con corbata y chaqueta. La escritora, por su parte, se había puesto un vestido y se había maquillado. El intelectual había llegado antes y nos esperaba… en camiseta, bermudas y… ¡chanclas!

En cuanto lo vi disfrazado de tan desoladora guisa –la verdad, sólo le faltaba hurgarse con un palillo entre los dientes– tuve el fulgurante presagio de que del almuerzo no saldría ninguna idea inspiradora, ningún intercambio creativo, ninguna enseñanza potable. La pobre escritora y yo estábamos siendo claramente ninguneados, despreciados como material humano sin importancia por quien donde de verdad quería estar era en la piscina municipal.

La próxima vez –decidí, mientras rumiaba mi rencor– me presentaré en pijama y zapatillas, y a media comida me levantaré y me iré so pretexto de que no quiero perderme un partido de fútbol por la tele. O incluso un telediario de Silvia Intxaurrondo, siempre tan ecuánime y veraz. O que me urge hacer la siesta.

«La culpa, no lo dude, es de las bermudas, que contagian a quien las usa su naturaleza perezosa»

Pues bien: aquella vestimenta –camiseta, pantalón corto y chanclas– es precisamente el uniforme veraniego ideal según el autor del «Alegato en defensa de que los hombres lleven bermudas en verano».

Poco falta para que al articulista innombrable, llevando hasta el extremo lógico su culto a la más informal comodidad, lo veamos circulando por ahí –quizá en un cóctel en la Zarzuela– desgreñado y sin afeitar, con una colilla colgada de la comisura de los labios, vestido con una camiseta imperio y unos calzoncillos con manchas sospechosas, dados de sí y por cuyas perneras asoman los peludos testículos: como el Gros dégueulasse (Gran asqueroso), aquel personaje de Reiser que siempre iba de esta guisa. Al tiempo.

Para terminar, una confesión: embutido en una camiseta y unas bermudas que me ha prestado mi sobrino, el degenerado, es como he escrito estas líneas. El lector sin duda habrá detectado en ellas la insólita falta de pulso, de tensión y nervio, su flojera argumental, esta especie de soñolienta indiferencia ante el reto de batirse para defender las grandes verdades: la culpa, no lo dude, es de las bermudas, que contagian a quien las usa su naturaleza perezosa, relativista y autoindulgente.

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