The Objective
Fernando Savater

A merced de las fieras

«Sería monstruoso ofertar lo que un día fueron nuestros animales de compañía como pasto de bestias cuyos gustos, por muy enjaulados que estén, son salvajes»

Opinión
A merced de las fieras

Ilustración de Alejandra Svriz.

A usted, que nada sin demasiado garbo a una distancia prudencial de la playa, ¿verdad que le gustaría poder acariciar de paso a un gran tiburón blanco? Diga que sí, a mí también. Sin padecer las consecuencias, claro. Nos gustaría frotarnos contra esa terrible bestia marina, pero siempre que se portase como un dócil gatito. Las grandes fieras nos atraen como dioses del pasado, nos emocionan, pero también nos aterran. Bruce Chatwin escribió que fue el hostigamiento de un depredador primigenio, especializado en devorar humanos, quien obligó a nuestros desperdigados ancestros a renunciar a su individualismo y reunirse en un escuadrón de combate para lograr sobrevivir. Después aprendimos a respetarle sin temerle, a convertir su imagen en símbolo de nuestra alianza y emblema de nuestro valor. Fuimos tigres o leones antes de convertirnos cabalmente en hombres porque la ferocidad de la bestia fue el primer paso para desarrollar la solidaridad que después nos caracterizó. Por eso guardamos una admiración atávica por aquellos primeros enemigos cuya amenaza nos obligó a buscar la amistad de los semejantes. Junto al temor que no dejan de inspirarnos está también el orgullo de saberlos finalmente vencidos.

Pero la reverencia ante los antiguos señores de la tierra y de los mares no deja de ir acompañada por la empatía que sentimos por los que siguen siendo sus víctimas. Las presas de los grandes depredadores, que solo saben huir, pero no unirse inteligentemente contra ellos, despiertan cierta compasión que el cristianismo, con su fijación por los corderos y las palomas asustadas, no hace sino reforzar. Sabemos que el león no es «cruel» por devorar al cervatillo, pero sin poderlo remediar nos ponemos de parte del cervatillo y nos alegramos si logra escaparse. Hemos sido presas mucho tiempo y nos identificamos todavía con el desvalido, aunque admiremos a su cazador. Y no digamos si el que quiere devorar nos cae remoto en la etapa evolutiva, como una gran serpiente o un pulpo gigante. En seguida les caracterizamos como «monstruos», aunque no lo sean más que cualquier conejo que busca u madriguera para refugiarse. Recuerdo a este respecto una novela estupenda, Gros Calin, firmada por Émile Ajar (seudónimo que se inventó Romain Gary para poder ganar el premio Goncourt por segunda vez). Cuenta la historia de un tímido burócrata que vive solitario y que recibe de un pariente lejano una herencia insólita: una enorme serpiente pitón. En principio no sabe como arreglárselas con ella, sobre todo en lo tocante a su alimentación. Consultando una enciclopedia (entonces aún no existía Wikipedia) se entera de que su dieta se compone de pequeños mamíferos pero siempre vivos. Compra un par de ratoncitos blancos, de apariencia suficientemente nutritiva. Pero cuando llega el momento de alimentar al reptil, se siente incapaz de sacrificar a los roedores, insignificantes y tímidos como él mismo. De modo que se pasa toda la noche sentado en la cama, con un ratoncito acogido en cada uno de sus puños, mientras la pitón da vueltas y más vueltas en torno a él, francamente decepcionada. Y, sin embargo, también el gran ofidio tiene derecho a vivir y, por tanto, a comer lo que la evolución ha dispuesto para nutrir a su especie, sin escrúpulos inoportunos que le condenarían a morirse de hambre. 

Durante toda mi infancia y adolescencia, la época en que puedo decir que realmente viví mi vida, me fascinaron los zoológicos. Cuando visitaba por primera vez una ciudad lo que más me atraía era su zoo, no sus museos ni sus grandes monumentos, que nunca me han interesado demasiado. El primero de todos ellos era el de Madrid, la Casa de Fieras del parque del Retiro. ¡La Casa de Fieras! ¿Puede haber un nombre que inspire más pasiones y escalofríos, que nos llame con un clarín más imperioso? Aún hoy, cuando todos sus inquilinos han desaparecido, suelo pasearme entre sus jaulas vacías a las que ocupo con recortes de mi memoria. Ahora leo que el jardín zoológico de Copenhague propone a los daneses que tengan mascotas a las que ya no se sientan apegados que renuncien a ellas y las donen para alimentar a los feroces carniceros del zoo. Si lo hacen pueden obtener incluso beneficios fiscales, además de verse libres de una compañía indeseada. Por supuesto, en otros países -incluido el nuestro- se han alzado voces indignadas contra esta propuesta escandalosa. En nuestras instituciones los animales, por feroces que sean, son alimentados según disponen los métodos perfectamente humanitarios, de acuerdo con lo que exigen las costumbres más anestésicas: sin un rugido de entusiasmo fuera de lugar…

Sería monstruoso ofertar lo que un día fueron nuestros animales de compañía como pasto de bestias cuyos gustos, por muy enjaulados que estén, siguen siendo salvajes. Pues no sé, a mí no me parece la solución danesa tan mala forma de reutilizar material sobrante. Incluso lo pienso como el más adecuado destino para mí mismo. En lugar de los pasillos higiénicos, las batas blancas o verdes y las agujas hipodérmicas que nos esperan dentro de no mucho, enfrentarnos a las garras acolchadas y los hambrientos ojos amarillentos de un felino implacable. En este mundo de hipocresía y falsos cariños, ¿quién puede desearnos con mayor sinceridad y entrega menos engañosa que un tigre con buen apetito?

Publicidad