Pensiones: sostenella y (no) enmendalla
«Los voceros del sistema tiran jactanciosos de la hucha de las pensiones»

Alejandra Svriz
Con motivo del trigésimo aniversario del célebre «Pacto de Toledo», el acuerdo político mediante el que, entre otras cosas, los «grandes partidos» se conjuraban para proponer reformas al sistema de pensiones y al tiempo no hacer del mismo un arma de confrontación política (¡qué tiempos!), el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones organizó un curso en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP) a finales de junio en el que un conjunto de expertos, actores sociales, y portavoces políticos analizaron los retos del que es sin duda uno de los pilares fundamentales del Estado del bienestar.
Que, en general, los sistemas públicos de pensiones afrontan grandes «retos» o «desafíos» – forma asaz eufemística de señalar su futuro sombrío- es algo que nadie niega. Ni siquiera los organizadores del curso, y dice mucho en su favor que en algunas de sus sesiones se incluyeran voces nada complacientes ni con el presente del sistema español, ni con su evolución ni con las reformas recientemente instauradas para garantizar la suficiencia y sostenibilidad de las pensiones de las generaciones futuras.
No hace falta ser Hanna Cairo – la jovencísima matemática que acaba de desmontar una célebre conjetura matemática que traía de cabeza a la comunidad científica- para advertir cuán poderosas son las razones para que cunda la preocupación.
Pártase, premisa mayor, de que nuestro sistema es de «reparto», es decir, que quienes hoy cobran una pensión lo hacen con las cotizaciones actuales de quienes hoy trabajan; considérese cuánto ganan esos trabajadores hoy, cuántos son, cuántos serán en el futuro de acuerdo con las proyecciones demográficas más solventes, cuál se piensa será la evolución de la esperanza de vida, y que, para terminar de cuadrar el círculo, queremos que la pensión de «nuestros mayores» esté actualizada en función del IPC, sea cual sea éste. Queremos que, la así llamada tasa de reemplazo o sustitución (cuánto perdemos al empezar a cobrar la pensión con respecto al último salario) siga siendo de las más generosas de Europa.
La imagen es la de quien intenta achicar el Amazonas con un cubo de playa: menos, muchos menos trabajadores en activo; más pensionistas, muchos más y que además viven más años, bastantes más. La tasa de dependencia – que así se denomina la relación entre el número de trabajadores en activo que sufragan a un pensionista- es casi de 1 a 1. Este escenario, dramático ya de por sí, torna en tragedia cuando, frente a esta realidad, se afirma con el espíritu del Hegel apócrifo («si los hechos no coinciden con mis ideas, tanto peor para los hechos») que las pensiones y su constante «actualización» para evitar la pérdida del poder adquisitivo «están garantizadas» y que, gracias a las últimas reformas desplegadas por el Gobierno el sistema de pensiones es sostenible.
El expediente para ese sostenella y no emendalla es, efectivamente, «enmendalla», aunque, de nuevo, escamoteando la cruda realidad; sea porque introducimos una llamada «cuota de solidaridad», es decir, un impuesto a quienes se sitúan a partir de un cierto umbral de ingresos (sin que ello redunde en que cobrarán una mayor pensión) o un extra de cotización llamado «mecanismo de equidad intergeneracional» (más sobre ello enseguida); sea porque aumentamos la edad de jubilación («nuestros mayores pensionistas» tendrán que ser cada vez más «nuestros más mayores pensionistas») o sea porque aumentamos los años de cotización necesarios para cobrar una pensión (reforzamos la «contributividad» del sistema o sea, nos obligamos a trabajar más), lo que estamos afirmando es que la «sostenibilidad» tiene que pagar el necesario precio de que el «sistema» sea menos generoso. Así lo resaltaron en las jornadas de la UIMP, con todo lujo de detalles econométricos y estadísticos, y sin mucha contestación posible, tanto el representante de la AiREF como el economista y experto en pensiones José Ignacio Conde Ruiz.
Pero hay otros expedientes con los que el Gobierno se empeña en aplacar el desánimo. Algunos producen sonrojo como es el caso de la vulgarmente conocida como «hucha de pensiones». Se trata de un fondo de reserva creado por el Gobierno de Aznar en un contexto económico y demográfico bien distinto, que llegó a disponer en 2011 de casi 68.000 millones de euros (hoy no alcanza los 10.000 millones) y del que hoy tiran jactanciosos los voceros del sistema porque, desde casi tocar fondo en 2020, tiene una «evolución positiva» y se prevé que alcanzará los 31.000 millones de euros al final de la legislatura (en 2023 el presupuesto en pensiones fue de 190.000 millones de euros y en el último mes de julio el gasto ascendió a 13.500 millones de euros: hagan las divisiones correspondientes para comprobar el tamaño del cerdito).
Pero aquí viene lo más estrambótico: la «hucha» se nutre de las aportaciones que brinda el llamado Mecanismo de Equidad Intergeneracional, es decir, un aumento temporal (hasta 2032) y finalista – sin contraprestación en términos de pensión- de las cotizaciones que pagan todos los trabajadores y todas las empresas. Si hay una «hucha» o «ahorro» que provisionamos con tales aportaciones, es sobreentendido por cualquiera que los ingresos del sistema ya cubren sus gastos. Nada más lejos de la realidad: la deuda de la Seguridad Social alcanzó en 2024 los 116.170 millones de euros y para enjugarla el Estado transfiere miles de millones de euros que obtiene de la emisión de deuda pública. ¿Y saben lo que compró el «fondo de reserva» o «hucha de las pensiones» por valor de casi 7.000 millones de euros en 2024? Deuda pública española. Afirmar ufanos que tenemos una «hucha de pensiones que crece» en este escenario económico no es muy distinto a decir que estamos ahorrando cada vez más puesto que cada vez tenemos que pedir más dinero prestado para llegar a fin de mes y una parte lo ponemos en una cuenta que llamamos «fondo de reserva».
Y restan al fin, dos últimos expedientes para el sostenella y no enmendalla del discurso oficial en torno al sistema de pensiones y su sostenibilidad. Uno muy sutil, pero bien interesante, se evidenció en el seminario de la Menéndez Pelayo y consiste en poner sordina de incertidumbre sobre las proyecciones que hacemos, y que anteriormente mencioné, en torno al futuro, en términos demográficos y económicos. El mensaje es en esencia el siguiente: los agoreros parten de un nivel de certidumbre sobre el escenario que afrontaremos en las tres próximas décadas que no tiene un respaldo tan robusto con lo cual toca ser más, mucho más, cautos. Pero fíjense ustedes bien en cómo sería metabolizada en el ágora esta sensata – y no carente de fundamento- llamada a la moderación o escepticismo sobre las medidas radicales económicas y legislativas que hoy, a 30 años vista, deberíamos acometer toda vez que proyectamos que en 2050 la esperanza de vida será X, la caída demográfica Y, y la masa disponible de recursos a repartir para pagar a los mayores, Z, cuál sería la reacción, digo, si en vez del futuro del sistema de pensiones habláramos del futuro del clima sobre la Tierra a 30 años vista, asunto sobre el que los niveles de incertidumbre e impredecibilidad son notablemente mayores. Cualquiera que ponga esas cabales precauciones, sospechas o dosis de escepticismo sobre las restricciones actuales en nuestro consumo, o la descarbonización de la economía, o el decrecimiento radical puesto que se estima que en 2100 la temperatura global subirá X grados y el nivel de los mares Y centímetros, es directamente tildado de ominoso «negacionista», cómplice de la industria fósil y anticientífico.
El segundo y último expediente es la pura huida hacia adelante: whatever it takes, que podríamos apuntar parafraseando a Mario Draghi. Si hay que seguir aumentando la participación de los impuestos, de la riqueza nacional al cabo, en el sistema (400.000 millones de euros en los últimos años, un 30% del gasto en Seguridad Social actualmente) porque, se nos dice ahora, el sistema asume «gastos impropios», hágase hasta el infinito y más allá. Y sígase diciendo sin despeinarse que el sistema es «contributivo» (se financian las obligaciones adquiridas, los pagos de las pensiones con las cotizaciones sociales). Estamos en el 12% del PIB y hemos «reformado» el sistema mediante el establecimiento de un umbral que, entonces sí, nos obliga a reducir tal coste. Esa «regla de gasto» bendecida por Bruselas es del 15%, repito 15% del PIB. Para que tengan ustedes una imagen fiel de la dimensión de dicho gasto, supone lo que gastamos conjuntamente en sanidad y educación.
«Haría bien la ministra en explicarnos qué voces y con qué oportunidades de ser escuchada han tenido «nuestros jóvenes» para fijar los términos del latrocinio, perdón pacto, que encarna nuestro sistema de pensiones»
Y la pregunta, que también Conde Ruiz se hacía en la UIMP, y se hace cualquiera es: ¿por qué el 15% y no el 14% o el 37%? Nuestra premisa mayor es que nuestro sistema de pensiones se caracteriza por el reparto, esto es, responde a un pacto entre generaciones de trabajadores que, antes o después, sufrirán la contingencia de la vejez y la necesidad del retiro: un hoy por ti – te pago las pensiones- mañana por mi – me pagarán nuestras pensiones. Hasta donde sabemos, no empezó a caer el maná del cielo con lo que dicho acuerdo, si supone que hoy y mañana debemos pagar «whatever it takes» o cantidades astronómicas en términos relativos, supone un colosal coste de oportunidad – detracción de recursos para otros destinos- para la generación presente, los jóvenes.
Lo entiende cualquiera salvo la ministra del ramo, Rosa Villacastín y otros recalcitrantes catódicos que lo ignoran casi todo (especialmente el alcance de su ignorancia). Pocos días después de que concluyera el curso de la UIMP organizado por su departamento, volvía la ministra con el raca-raca del sostenella… en su versión: «… voces que siembran dudas sobre la sostenibilidad del sistema público de pensiones generando un enfrentamiento entre los nietos y los abuelos, a las madres con las hijas…». La ministra –que no debió atender ni a los resúmenes ejecutivos de las sesiones de su curso- insistía en que se niega a creer que nuestros jóvenes, tan solidarios y comprometidos ellos, piensen que sus abuelos «cobran demasiado». Haría bien la ministra en explicarnos qué voces y con qué oportunidades de ser escuchada han tenido «nuestros jóvenes» para fijar los términos del latrocinio, perdón pacto, que encarna nuestro sistema de pensiones.
Esta demagogia de liquidación de feria ambulante es, como decía, compartida en redes y medios varios, sea porque el periódico ABC da cuenta de que los jubilados ya cobran lo mismo o más que los trabajadores en media España, o porque una suerte de Voltaire de X, un ángel Clarence de la Navidad de «¡Qué bello es vivir!», de nombre Jon González, nos ilustra «excelsamente» con datos, análisis y gráficos sobre la evolución de las cuentas (y los cuentos) de nuestro Estado del Bienestar. Lo hace con una amenidad y un rigor inauditos en estos tiempos nuestros, amén de con paciencia mineral.
Las respuestas y comentarios que generan sus hilos, sus cálculos de ingeniero nunca refutados son también un magnífico papel de tornasol de la perversa y pérfida dinámica argumentativa que nos asola como incendio de verano: frente a la incitación de González a que sigamos la máxima horaciana del sapere aude, a que leamos, analicemos, sumemos y pensemos, abunda el último de los expedientes espurios, ese que consiste en no querer mirar por el telescopio sino apuntar al dedo, un dedo que con su desvelamiento estaría no ya revelando las verdades del barquero sino desvelando su connivencia con la «derecha neoliberal» que solo tiene por misión desandar lo andado en términos de conquistas sociales.
Wilberforce, el cardenal Belarmino, el irracionalismo, al cabo, de nuevo campando con el sostén de la dizque «izquierda progresista».