El secreto asturiano
«Mientras Covadonga se monumentalizaba como mito, las iglesias del Naranco, San Salvador de Valdediós o Santo Adriano de Tuñón quedaban relegadas a una periferia patrimonial»

Santa María del Naranco. | Alamy
Gracias a una amiga que nos dejó unos días su casita rural en Asturias pudimos hacer una escapada familiar de la ola de calor, que antes se llamaba simplemente verano, y refugiarnos en las estribaciones de los Picos de Europa. Podría caer en la tentación de reseñar solo con capitulares el efecto que el paisaje asturiano tiene en el alma del viajero para quien lo visita por primera vez, y que adquiere el tono de un manifiesto físico nada más cruzar el último túnel que separa el austero paisaje lunar de los montes leoneses y desembocar en los mil rostros del verde asturiano. Ríos cantarines, bosques jurásicos, acantilados escanciadores y playas tonificantes. Pero no quiero. En Asturias es demasiado fácil sucumbir al síndrome Stendhal. Lo que no puedo evitar, sin embargo, es hablar de lo que ha significado para mí descubrir Santa María del Naranco, San Miguel de Lillo o San Salvador de Valdediós, cuya ignorancia me llena de vergüenza retrospectiva.
La arquitectura desarrollada entre los siglos VIII y X en esos valles de vértigo es una de las manifestaciones artísticas más singulares de España y, más, de la Alta Edad Media europea. Aunque tradicionalmente se la ha llamado «prerrománica asturiana», este término es equívoco, ya que sugiere que se trata de una etapa previa al románico, cuando en realidad no lo es: ni precede ni desemboca. Tampoco deja una escuela con continuidad. Es una joya aislada y única, pero con una importancia histórica colosal: fue uno de los motores iniciales de la resistencia cristiana frente al islam y el nacimiento de un imaginario que acabaría cristalizando en el Camino de Santiago. Dentro de esos recintos, misteriosos palacios de arcilla e iglesias de geométrica perfección, en una lengua de la que no tenemos ningún registro escrito, los clanes astures, que tuvieron de aliada a la geografía, se organizaron para hacer frente a la invasión musulmana, constituyendo un reino inicialmente no hereditario, sino por designación, lo que demuestra su carácter primitivo, igualitario y popular.
Se trata de una arquitectura que se nutre de diversas fuentes. Por un lado, mantiene vivos elementos del legado romano tardío: columnas y capiteles de tradición corintia, celosías caladas en piedra que recuerdan a los trabajos del mármol romano, decoración geométrica y vegetal heredada de la estética clásica. Una forma de arrogarse la fenecida herencia visigoda. Por otro, se perciben influencias del mundo bizantino y oriental, visibles en el uso de bóvedas de cañón reforzadas con arcos fajones, la compartimentación de los espacios interiores o la simbología de algunos elementos litúrgicos. Todo ello se sintetiza en un estilo sobrio, funcional y simbólico, que refleja una élite cortesana alrededor del monarca astur y de su papel como defensor de la fe frente al islam, en un contexto en que la articulación religiosa jugaba un papel político central.
La idea es brutal. Anteponer a Mahoma y su espada justiciera la figura de Santiago; un patrón igualmente guerrero al cual encomendarse. Santiago Matamoros como espejo invertido. Mahoma, además de profeta, fue un jefe militar y político cuya autoridad espiritual se fundía con el ejercicio del poder y la expansión armada del islam. La respuesta ideológica desde el naciente reino asturiano no podía limitarse al terreno bélico: requería una contranarrativa religiosa capaz de ofrecer una legitimidad equivalente. Así surge la figura de Santiago como patrón de la resistencia cristiana, no solo como Apóstol, sino como protector activo en la guerra. Su culto cobra fuerza a partir de la supuesta aparición de su tumba en Iria Flavia, en torno al año 830, bajo el reinado de Alfonso II, quien ya había impulsado la concentración de reliquias en Oviedo como capital simbólica del reino. Es como si desde esa ciudad, colmada de vestigios sagrados en su Cámara Santa, se hubiera «cedido» una reliquia a la futura Compostela, dotándola de una centralidad que entonces no tenía. La estrategia funcionó: Santiago se convirtió en emblema de la cristiandad peninsular, y el culto, inicialmente promovido por la corte asturiana, fue adoptado pronto por las élites eclesiásticas y políticas del continente. Desde esas iglesias y palacios, el reino astur sentó las bases culturales y espirituales de una guerra que no solo era militar, sino simbólica y cultural, un enfrentamiento de religiones y civilizaciones donde la arquitectura es el último testimonio que queda en pie de una empresa de base mítica que transforma para siempre la realidad.
El problema es que el uso del mito de Pelayo y la batalla de Covadonga, explotado hasta la caricatura por el franquismo, redujo a símbolo nacionalista, e incluso imperial, la complejidad de aquella aportación y su verdadero alcance cultural y espiritual. A partir de 1939, el régimen convirtió Covadonga en uno de los santuarios ideológicos del llamado nacionalcatolicismo, con Pelayo elevado a héroe fundacional de una España eterna y unificada bajo la cruz y la espada. Se realizaron actos oficiales, desfiles y ceremonias en el santuario, presentado como el lugar donde «nació España», borrando los matices históricos del proceso de resistencia y formación del reino astur. Esta apropiación simbólica dejó en segundo plano el verdadero legado cultural de aquel tiempo: la arquitectura «prerrománica», los modos de organización política y el germen de un cristianismo peninsular autónomo. Por no hablar de las otras ramas de la Reconquista, la navarra y la aragonesa, minimizadas también por aquella historia oficial.
«Fue una operación de simplificación ideológica que, paradójicamente, invisibilizó los vestigios más valiosos de aquella época»
Mientras Covadonga se monumentalizaba como mito, las iglesias del Naranco, San Salvador de Valdediós o Santo Adriano de Tuñón quedaban relegadas a una periferia patrimonial sin la atención, restauración ni estudio sistemático que merecían. Fue una operación de simplificación ideológica que, paradójicamente, invisibilizó los vestigios más valiosos de aquella época (no fueron declarados Patrimonio de la Humanidad hasta 1995).
Además, rápidamente el Camino, que partía de Oviedo hacia una ciudad que aún no existía y que se edificó a su imagen y semejanza, pasó a integrarse en las dinámicas políticas y religiosas del Occidente feudal, bajo influencia de la orden de Cluny, con apoyo de Roma y del monacato reformista, desplazando el centro espiritual de Oviedo a Santiago y en lo político de Asturias a León y posteriormente a Castilla. De ahí el dicho tradicional ovetense, en referencia a su catedral de San Salvador: «Quien va a Santiago y no al Salvador, visita al criado y deja al Señor».
Volví de ese viaje agradecido de que las ruinas de Asturias me hayan susurrado su secreto, que no está en la cueva de Covadonga sino en el Monte Naranco: la raíz subestimada de la historia peninsular.