Desnudos ante la Inteligencia Artificial
«La IA actúa como un espejo de silicio que nos devuelve un reflejo sin adornos ni retoques, con el agravante de que no suele ser nuestra mejor imagen»

Una mujer inspecciona un robot humanoide en China. | Zhang Chenlin (Zuma Press)
Es difícil saber qué nos deparará en el futuro el desarrollo de la inteligencia artificial. ¿Qué porvenir laboral tendrá la universidad, las consultorías, el transporte o la industria ante una robotización que avanza sin pausa? Son solo unos ejemplos. Quizá lo único seguro es que la IA pone en evidencia algunas de nuestras carencias estructurales. Sobre todo la lentitud de lo humano frente a la hiperaceleración de la técnica.
En una conversación reciente que tuvo lugar en la sede londinense de Google DeepMind, Tyler Cowen (economista libertario, teórico de la estagnación secular y autor de Marginal Revolution, uno de los blogs de culto en Internet) reconocía que su escepticismo inicial respecto a la IA ha dado paso a una mayor inquietud. Tras reunirse con la élite política británica en Downing Street, Cowen recomendó un «pacto pragmático entre lo humano y lo tecnológico», lo cual es como aceptar que no hay otro futuro posible que la hibridación entre el hombre y la máquina.
En ese diagnóstico resuena una intuición ya presente a comienzos del siglo XX en El Trabajador de Ernst Jünger –un ensayo que, por cierto, fascinó a Heidegger–, que deja entrever el paso de una era inspirada por las musas a otra dominada por los titanes: la edad de la técnica, que ya no busca la belleza ni el sentido, sino la dominación y la eficacia. La cuestión, como siempre, es la realidad. ¿Hay alternativas? El unamuniano «¡que inventen ellos!» no parece una solución.
A los políticos británicos, Cowen les propuso tres ideas: aprovechar su ventaja en datos sanitarios para mejorar el sistema de salud, renunciar a la creación de un modelo propio –lo sensato, dijo, es integrar los que ya existen– y enseñar IA en las escuelas al igual que se enseña a leer. Aunque quizá convendría aquí preguntarse si realmente se aprende a leer en la primaria. Los consejos son sensatos pero acaso insuficientes. Porque la progresiva disparidad entre nuestras capacidades técnicas y nuestras capacidades innatas plantea en primer lugar una duda antropológica. El riesgo no es la rapidez de la técnica, sino la fragilidad creciente del hombre, al cual se ha despojado de su hondura.
«Los modelos de IA permiten adivinar los sesgos de sus creadores: no sólo en términos políticos, sino en su cosmovisión»
La IA, por supuesto, no es neutral. Está moldeada por quienes la diseñan y estos, a su vez, se encuentran condicionados por una cultura tecnológica que, a menudo, desprecia el arte, la tradición y la trascendencia. Los modelos de IA permiten adivinar los sesgos de sus creadores: no sólo en términos políticos, sino en su cosmovisión utilitaria y optimizadora. Es el mundo de los ingenieros que reducen la experiencia humana a datos, cifras y rendimiento. En este sentido, la IA actúa como un espejo de silicio que nos devuelve un reflejo sin adornos ni retoques –con el agravante de que no suele ser nuestra mejor imagen–. Cada nuevo modelo supone una pérdida de atención, juicio, interioridad, memoria…
Quizá por eso Cowen insistía en la necesidad de una alfabetización escolar que incluya la IA. Pero sospecho que este nuevo currículum sólo puede ser fértil si se funda en algo más firme, a saber: una idea clara sobre lo que es el hombre. Una antropología, sí, que devuelva al alma su hondura.
Ningún algoritmo puede escuchar verdaderamente ni sentir. Ninguno puede pensar fuera de sus límites, ni crear en el sentido más pleno de la palabra. Esos privilegios nos pertenecen a nosotros. Fuera de la condición humana, no creo que haya muchos motivos para el optimismo.