Una lección que nos brinda Pessoa
«En la actitud del poeta portugués había la idea de que no debía fiarse ciegamente de sus propias opiniones, ni comulgar del todo con sus propios pensamientos»

Fernando Pessoa.
La editorial Acantilado ya ha anunciado que prevé para finales de este año la publicación de la monumental biografía de Fernando Pessoa (1888-1935), obra de Richard Zenith, que es un libro sensacional. Lo sé de buena tinta, lo he leído tres o cuatro veces.
Es una de esas detalladas, minuciosas biografías que a veces escriben los estudiosos anglosajones y que son la envidia de los hispanos (aunque algunos, ciertamente, nada tienen que envidiar a nadie): Zenith le ha podido dedicar nada menos que 12 años de su vida a estudiar la vida y la poética de quien, para mí, es el mejor poeta de la primera mitad del siglo XX, y al que pongo por encima de Pound, de Eliot, y hasta de Juan Ramón Jiménez.
Si alguien me reta a sostener esta convicción en público debate, ya desde aquí me comprometo a recoger el guante… a no ser que el retador sea demasiado desagradable, o maleducado, o si dice tacos con frecuencia (como «hostia», «la puta», «me cago en», etc.), por ahí no paso.
Para los lectores interesados en la literatura, en la poesía, este gran libro será un estímulo yo creo que sensacional. Para los ávidos de secretitos ajenos, también hay mucho material morboso, especialmente sobre la castidad u homosexualidad reprimida del poeta. Para los que a veces se hagan preguntas sobre el papel de los intelectuales respecto a la política, y para los interesados en política, también el copioso trabajo de Mr. Zenith les traerá estímulos significativos, porque la actitud de Pessoa es realmente sorprendente y quizá única en el mundo.
Sobre esa actitud, baste decir que el poeta portugués escribió que «sólo tienen convicciones profundas las personas superficiales».
«En las primeras décadas del siglo XX, Portugal, como todo el Viejo Continente, vivía un periodo especialmente convulso»
Sobre esta sentencia, que me interpela personalmente, he pasado largos ratos meditativos. Y he llegado a la conclusión de que, ya que sólo tengo convicciones superficiales (como, por ejemplo, que no hay que abusar de los más débiles, ni ir bajo ningún pretexto en bermudas), y en cambio sobre las grandes cuestiones (si existe Dios o todo es fruto de la casualidad; si la democracia es siempre el mejor sistema político, o a veces vale más una autocracia; si el fútbol es el opio del pueblo o bien una sana y formativa diversión plebeya; si el amor no es sino una impostación de la amistad erotizada, o bien es algo más) no sé qué pensar, es que debo de ser una persona muy profunda. Gracias, Pessoa.
En las primeras décadas del siglo XX, Portugal, como todo el Viejo Continente vivía un periodo especialmente convulso. En Portugal se produjo un regicidio, años después el hijo del rey asesinado se tuvo que ir al exilio, la República que la destronó fue un desastre, con sucesivos golpes de Estado y asesinatos de personalidades políticas destacadas. Un economista severo y eficiente, Salazar, acabó convertido en dictador para varias décadas. Todo esto recuerda la España de antes de Franco y la dictadura subsiguiente. Con la importante salvedad de que los portugueses se ahorraron la guerra civil.
Como es sabido, Pessoa había creado varios alter ego a los que llamaba «heterónimos». No eran pseudónimos: cada uno de ellos tenía sus propias y bien diferenciadas personalidades, biografía, estilo literario, poética y opinión política. Firmando con sus nombres, y sin revelar que él se escondía tras sus distintas y a veces contradictorias personalidades, Pessoa —que no era un indiferente ni un equidistante en política, sino que seguía los asuntos de la cosa pública con verdadera pasión— enviaba a la prensa de Lisboa un artículo en que «Ricardo Reis» defendía a la monarquía y otro en el que «Álvaro de Campos» abogaba por la necesidad e inevitabilidad de la República.
«Había en esta actitud suya cierta pueril irresponsabilidad, cierto cinismo, y también sentido de superioridad intelectual»
Tanto el uno como el otro estaban redactados con rigor argumental (y buena prosa, ça va de soi). Se publicaban los dos. Cómo tenía que ser la prensa portuguesa de la época para publicar textos que llegaban a las redacciones, sin que nadie se ocupase en averiguar si el remitente existía de verdad.
Y qué mente más extraña la del poeta, para operar así. Creo que había en esta actitud suya cierta pueril irresponsabilidad, cierto cinismo, y también sentido de superioridad intelectual. Pero también, seguramente, la idea de que no debía fiarse ciegamente de sus propias opiniones, ni comulgar del todo con sus propios pensamientos, pues de hecho no eran «propios» sino inducidos por diferentes y numerosas fuerzas.
Quizá a eso aludía con su aforismo: «Sólo tienen convicciones profundas las personas superficiales».