The Objective
Carlos Granés

Colombia de luto

«La falta de claridad en torno a la muerte de Miguel Uribe ha generado un estado de ansiedad colectiva y de sospecha eterna que diluye los vínculos sociales»

Opinión
Colombia de luto

Homenaje a Miguel Uribe. | EFE

Es muy difícil para un país encajar el asesinato en la vía pública, delante de la cámaras y de la gente y del mundo entero, de un político joven y talentoso, y es casi imposible encajar la sistemática eliminación de periodistas, personajes reconocidos y candidatos presidenciales. Es la tragedia de Colombia.

Hace unos días fue velado Miguel Uribe Turbay, uno de los relevos más importantes de la derecha colombiana, nieto de un expresidente, hijo de una periodista asesinada por la mafia, heredero político de Álvaro Uribe, padre de un hijo de cuatro años, y en medio del dolor, de las suspicacias y de las preguntas que nunca acaban de tener respuestas satisfactorias, Colombia se encontró a sí misma nuevamente dividida y desgarrada. Al contrario de la novela de Javier Marías, hemos querido saber pero no hemos sabido, y la falta de claridad en torno a la muerte de Miguel Uribe, y en general de todos los personajes de la vida pública caídos por las balas, ha generado un estado de ansiedad colectiva y de sospecha eterna que diluye, como si les cayera ácido, los vínculos sociales. Esa también es la tragedia colombiana.

Parecería claro que, como ocurría en España hace unos años, los sospechosos habituales de la violencia y la muerte deberían estar siempre en el mismo lado -el del terrorismo, la mafia, las bandas criminales-, pero nunca nada es tan claro en Colombia. En España, ETA mataba y se enorgullecía de hacerlo y no había dudas de la autoría del disparo en la nuca. En Colombia, al contrario, todo se enmaraña y enrevesa, y ya no solo cuenta quién dispara sino el que contrata al sicario, y quién se beneficia del asesinato, y las consecuencias políticas de la tragedia, y las palabras o las decisiones políticas que propiciaron un clima de violencia, y quién dijo esto o aquello, o quién profirió una amenaza velada o le hizo un guiño a los matones. 

«La culpabilidad se difumina y se hace abstracta, y lo mismo ocurre con el odio y el resentimiento»

La culpabilidad se difumina y se hace abstracta, y lo mismo ocurre con el odio y el resentimiento. La reconciliación y la paz, las grandes obsesiones colombianas, se van deshaciendo entre recelos y enemistades, entre viejos rencores enquistados que vuelven a la superficie para acentuar las diferencias de pensamiento y la orientación de los bandos. Allí donde había un matiz se abre un abismo. Quien era un opositor o un adversario, acaba situado más allá de lo moralmente tolerable. La convivencia se degrada y el estado de ánimo se avinagra. Las susceptibilidades se exacerban, y en medio del desconcierto y del dolor nunca faltan incendiarios u oportunistas que se sirven de la tensión en beneficio propio.  

La facilidad con la que se mata y la dificultad con la se esclarecen los asesinatos ha llenado al país de huérfanos sin respuestas y de familias que no pueden no dudar de cualquier sombra extraña que los ronde. Los casos concretos de las personas asesinadas rompen el simplismo con el que se explica a Colombia, la fácil ecuación del opresor y el oprimido, del pueblo y la élite, porque aquí caen con las mismas balas los pobres y los ricos. Aún falta mucho para forjar los consensos que en España vencieron a ETA, esa unión de los demócratas, defensores de la Constitución y de la legalidad, que ya no están dispuestos a que el terrorismo los chantajee, los mate, les impoga sus ideas o determine sus vidas a través del miedo. En Colombia, por muchos años, se justificó la mezcla de política y armas y las consecuencias de ese error las seguimos pagando. De aquellos polvos, esta falta de confianza, esa imposibilidad para ver al rival como alguien legítimo, que no arrastra una estela de sangre a sus espaldas.

Y mientras más políticos caigan asesinados, peor. El ciclo sigue, la historia se repite y a la vida pública no llega ese sosiego y esa confianza indispensables para unir realmente a la sociedad civil y a los poderes democráticos que deben perseguir a la delincuencia armados. Tal vez para eso matan. Para que haya caos, para que nadie pueda pensar con claridad y no haya unión. Y para que los matones y criminales puedan seguir destruyendo al país, mientras los encargados de arreglarlo se destruyen entre ellos mismos.

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