Scar en La Habana
«Los zoológicos son una derrota biológica, pero ofrecen a los animales comida, atención veterinaria y una larga vida a la sombra rodeados de niños curiosos»

Una jirafa. | Pixabay
Leo en 14ymedio, el único diario independiente cubano que se hace desde La Habana y que dirige Yoani Sánchez, con el apoyo de Bertrand de la Grange y una redacción desde Madrid, que casi no quedan animales salvajes en el principal zoológico de la capital. La crónica de uno de sus reporteros, con nombre ficticio para evitar represalias del régimen, es desoladora. Los ejemplares llegaron a Cuba hace más de una década gracias al Gobierno de Namibia, que, pese a ser una democracia –medida en estándares africanos, bastante aceptable–, siempre ha tenido con Cuba una debilidad, ya que la guerra de Angola y Sudáfrica es el resquicio en la Guerra Fría que les permitió su independencia del país del apartheid.
El donativo se llamó Arca de Noé II, y no le venía mal el nombre bíblico, ya que implicó la llegada de decenas y decenas de animales de más de veinte especies, incluidas las más emblemáticas del África, como leones, elefantes, rinocerontes, hienas y leopardos. Cuando se supo de la operación, en 2012, los ecologistas pusieron el grito en el cielo con plena razón. La captura y el traslado de esos animales ha acabado siendo un crimen biológico.
La vida salvaje está en perfecto equilibrio. Todo está en tensión. Cada animal que logras ver es un superviviente en peligro. No hay descanso ni respiro. El ciclo de la vida se cumple implacable. Tuve la suerte de visitar el Serengeti y el cráter del volcán Ngorongoro en Tanzania. Atrás queda el ritual de apareamiento de las jirafas, verdadero arte del equilibrista; la fuga en tropel de las gacelas de Grant ante el rumor de una sospecha; la lucha por el estanque entre búfalos y hienas, que por una ocasión no ríen las últimas. En realidad no hay palabras para definir la sensación de belleza y comunión que produce la vida salvaje, y por eso me disculpo de mi arrebato lírico. Y tampoco, desde luego, la felicidad de volver a casa e ir al supermercado por un buen filete, debidamente empaquetado y con su cadena de frío cumplida a rajatabla, pero eso es otro asunto.
Los zoológicos son fascinantes, es verdad. Lo escribía hace unos días Fernando Savater por aquí, con su habitual maestría. Nacieron con la Ilustración, como una forma del conocimiento y no solo de la recreación. Son una extensión viva del gabinete de curiosidades. Por eso los primeros zoológicos están en las grandes capitales: Viena, con su célebre Schönbrum, y París, con la Ménagerie del Jardin des Plantes. Aunque en el mundo mesoamericano Moctezuma tenía su propio zoológico con el mismo anhelo, y varios siglos antes: tener en cautiverio una muestra de cada planta y animal de su reinado. También incluía especies humanas extremas, como enanos, deformes y albinos (uso esas palabras por situarme en el universo mental del gran tlatoani). Y por eso Michel Graulich (Moctezuma. Apogeo y caída del imperio azteca) piensa que la verdadera intención de Moctezuma al invitar a Cortés y compañía a Tenochtitlan era para retenerlos en su zoológico. Le faltaban arcabuceros extremeños entre sus posesiones, así como caballos y mastines.
«Los zoológicos son una extensión viva del gabinete de curiosidades»
Los zoológicos son increíbles, pues, pero no dejan de ser un cautiverio. Por eso son tan raras las crías en los zoológicos. La procreación exige la libertad, sentencia el liberal agazapado tras la maleza. Lichtenberg tiene un famoso aforismo que, en traducción de Juan Villoro, dice así: «Un libro es como un espejo: si un mono se asoma a él, no puede ver reflejado a un apóstol». En los zoológicos no se cumple del todo esta máxima: si un hombre mira un zoológico, no ve reflejado un apóstol, sino al mono que fue. Y ese es su encanto.
Los zoológicos son una derrota biológica, pero al menos les ofrecen a los animales comida, atención veterinaria y una larga y aburrida vida a la sombra, rodeados de niños curiosos y adultos con alma de niño. Menos en Cuba. La mayoría de esos animales han desaparecido. Han muerto de hambre y los que sobreviven parecen almas en pena, escuálidos, rastrojos en cuatro patas. Como cuando en El Rey León –el mejor retrato cinematográfico del Serengueti–, Scar mata a su hermano Mufasa –¡qué tragedia shakesperiana!–, expulsa a Simba, se queda con el trono y los recursos se agotan rápidamente por la alianza artificial con las hienas. Todo es un mar de huesos y tiranía.
El sistema cubano es un zoológico que presume de ofrecer a sus habitantes ciertas necesidades básicas cubiertas: alimentación, salud, educación, pero a costa de sacrificar la libertad y el individualismo, esos instintos salvajes de los genes humanos. Desde hace ya demasiado tiempo, en Cuba ni siquiera esas reglas atroces del cautiverio se cumplen: tras las rejas y sin comida. El reino de Scar y sus descendientes debe desaparecer. Y no lo digo tanto por las hienas, leopardos, rinocerontes, elefantes y leones sacrificados en el altar de la patria cubana, sino por sus visitantes, esos niños indefensos y cautivos, que recorren las jaulas vacías bajo el sol inclemente del zoológico de Boyeros.