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Esperanza Aguirre

Nuestro verano: fuegos e islam

«Las tragedias causadas por los incendios tienen su origen, en gran parte, en algunas de las normas impuestas por los dogmas de fe de la siniestra Agenda 2030»

Opinión
Nuestro verano: fuegos e islam

Dos bomberos forestales trabajan en el incendio de Orense. | Rosa Veiga (Europa Press)

El verano avanza, y los españoles lo estamos viviendo en medio de una serie de problemas y tragedias provocadas por el fuego en amplias zonas rurales de nuestro país y del desconcierto ante el avance del islamismo entre nosotros.

Los numerosos incendios forestales y en terrenos de pastos y cultivos, que llenan las páginas de nuestros periódicos y los minutos de todos los informativos de radio y televisión, están planteando muchas cuestiones que, en mi opinión, no están siendo contestadas en toda su extensión.

La primera es determinar las causas de esos incendios, que, para simplificar, podemos decir que son dos: las actuaciones de pirómanos y algunos accidentes de la naturaleza.

Parece que son mayoría los incendios provocados, y estamos comprobando que el castigo penal que se impone a esos pirómanos, cuando son identificados, detenidos y procesados, es de una levedad que no cumple el papel disuasorio que debería tener.

Y ante los accidentes provenientes de la propia naturaleza, también estamos descubriendo que, en gran parte, tienen su origen, en algunas de las normas que nos han sido impuestas por los dogmas de fe de la siniestra Agenda 2030 con sus teorías del cambio climático. Hoy ya sabemos que la tragedia terrible de la dana podría haber sido mucho menor si se hubieran limpiado los cauces de los ríos y arroyos y se hubieran construido las presas y embalses que estaban previstos y que el sentido común y la experiencia indicaban que debían construirse. Pero, claro, los dogmas de la laica religión del cambio climático lo prohibían. Pues bien, algo parecido pasa cuando se prohíbe limpiar los bosques, construir cortafuegos, como los que desde hace siglos han existido en nuestros montes, y se destruyen presas y embalses.

«Cada vez es más evidente que estas tragedias tienen sus orígenes en la ideología dominante de un ecologismo de salón»

Los incendios de este verano también están mostrando cómo reacciona el Gobierno de Sánchez ante cualquier tragedia. Recordemos que cuando la dana su reacción fue la de dejar sola a la Generalidad Valenciana para que fracasase, con aquella frase insultante: «Si necesitan ayuda, que la pidan». Frase que esta vez ha sido pronunciada por Marlaska, uno de los más fieles monaguillos del sumo sacerdote Sánchez. Esta vez ni pidiéndolo cuatro presidentes autonómicos, el de Galicia, el de Castilla y León, la de Madrid y la de Extremadura, la señora ministra de Defensa, otra monaguilla pájara, se ha negado a enviar al Ejército, porque, según ella, no tiene la capacidad de apagar los fuegos.

Estas tragedias decimos que son naturales, aunque cada vez es más evidente que tienen sus orígenes en la ideología dominante de ese ecologismo de salón, predicado por personas que nunca han sabido lo que es ganarse la vida en el campo y con el campo. Y la mejor prueba de su carácter pseudorreligioso es que, cuando ese sumo sacerdote se ha dignado a dejar sus vacaciones en el palacio que el Rey Juan Carlos regaló a todos los españoles pero que sólo usufructúa él, lo ha hecho para reivindicar esos dogmas del cambio climático, que la experiencia está demostrando que, en nombre de una sacralizada naturaleza, están provocando innumerables tragedias humanas.

El otro asunto que, con menos urgencia, pero no con menos importancia, está ocupándonos este verano es el avance del islamismo entre nosotros. Es un asunto que exige ser estudiado y analizado en profundidad porque toca algunos de los cimientos fundamentales de nuestra civilización y algunos de los derechos que los ciudadanos de las democracias occidentales hemos conquistado después de muchos siglos.

Hoy nadie puede poner en cuestión la libertad de conciencia de los ciudadanos. Esto quiere decir que cada uno puede tener las creencias, religiosas o no, que quiera. Pero, desde que en el mundo aparecieron las religiones, sabemos que las religiones, además de responder a las ansias de trascendencia de cada cual, han servido para agrupar a los que las hacen suyas, y, muy importante, para señalarles las formas en que deben organizar su vida en común.

«¿Qué hacer cuando los creyentes en una religión que predica la desigualdad entre hombres y mujeres crecen entre nosotros?»

La experiencia de cómo el cristianismo y la Iglesia han influido en la evolución de los países hijos de la civilización occidental así lo demuestra claramente.

Ahora estos países nuestros, cada vez más alejados de las prácticas cristianas, contemplan el crecimiento del islam, y España no es una excepción. Resulta que el islam, si fuera únicamente un conjunto de creencias para satisfacer los sentimientos religiosos de los hombres, no plantearía el menor problema. Pero el islam también lleva consigo una serie de principios y de valores que chocan frontalmente con los principios y valores que han hecho que nuestros países sean los más avanzados y desarrollados el mundo.

¿Qué debemos hacer cuando vemos cómo el número de creyentes en una religión que predica la desigualdad radical entre hombres y mujeres crece a toda velocidad entre nosotros? ¿Y qué decir si esa misma religión tiene entre sus dogmas la guerra santa contra los infieles, es decir, contra los que no la profesan? ¿En definitiva, hasta qué punto hay que ser tolerantes con los que son intolerantes?

Es evidente que el crecimiento del islam entre nosotros se debe, fundamentalmente, a la llegada de inmigrantes que huyen de la pobreza de sus países en busca de la prosperidad de nuestros países occidentales. Si tenemos en cuenta que los países más ricos del mundo son los árabes, que, además, profesan con especial rigor el islamismo, hay que plantearse la cuestión de por qué estos riquísimos países no aceptan como inmigrantes a fieles musulmanes de países pobres y por qué no invierten para sacar de la pobreza a esos países y hacer así innecesaria su venida a Occidente, donde, se quiera aceptar o no, es evidente que su religión choca frontalmente con nuestra civilización y nuestra cultura.

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