Política de mierda, segunda parte
«Una política que antepone la supervivencia de un gobierno o de un partido a la de sus ciudadanos y de sus posesiones, que prioriza la urgencia mediática a la real»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Arde media España. Y no me refiero solo a los montes, a los pueblos reducidos a cenizas o a las vidas destrozadas que dejan los incendios forestales. Hablo de un país que vuelve a incendiarse en lo político cada vez que ocurre una catástrofe. Porque aquí, cuando el fuego devora casas y arrasa montes, lo que más rápido prende no son las llamas, sino la miseria moral de quienes deberían movilizar todos los medios disponibles para combatirlos. En un país donde nunca se había recaudado tanto, el esfuerzo fiscal no se traduce en mejores servicios, sino en una ineficacia indigerible.
Ya lo vimos con la dana de Valencia: un Estado completamente ausente y unos dirigentes pendientes de afianzar un relato que les permita ideologizar la causa para politizar la culpa. Para nuestra desgracia, la escena se repite ahora con los incendios con una exactitud insultante: en lugar de coordinar efectivos, desplegar recursos y transmitir calma y confianza, nuestros dirigentes se parapetan tras las competencias, las siglas y los bloques ideológicos. Han demostrado mayor diligencia en desplegar medios para esparcir propaganda que para combatir incendios.
Dicen que el Gobierno central solo puede intervenir si lo pide el presidente autonómico de turno o que la comunidad debería haber solicitado ayuda antes. Y mientras tanto, los pueblos se consumen y la gente pierde lo poco que tenía. Darían ganas de reírse si no fuera porque lo que está en juego no es un mero debate académico sobre competencias estatales y autonómicas, sino la vida y bienes de miles de personas.
El oportunismo se ha normalizado hasta extremos nauseabundos. Igual que con la dana se usó el dolor de miles de valencianos para presionar con los presupuestos, ahora se emplean las llamas de Galicia, León o Andalucía para profundizar en una machacona narrativa: o aceptas el pacto climático que propone el Gobierno, o eres un «negacionista». El mismo comodín de siempre, reciclado para la ocasión. No están interesados en apagar incendios, sino en encender focos y micrófonos.
Lo vemos con claridad en los discursos oficiales: cuando la ministra Montero presenta el envío de ayuda como moneda de cambio para que se aprueben los Presupuestos bajo el disfraz de la normalidad institucional; o cuando Sánchez anuncia como solución un gran pacto de Estado contra la emergencia climática, que en la práctica se traducirá en financiar más direcciones generales, más asesores, más observatorios y más altos comisionados. Es decir, en engordar una burocracia que ya ha demostrado sobradamente su inutilidad.
«Soportamos un sistema que prefiere dejar arder hectáreas antes que ceder una foto de eficacia al adversario»
Lo más grave es que esta política de mierda es consciente. Soportamos un sistema que prefiere dejar arder hectáreas antes que ceder una foto de eficacia al adversario, que mide la tragedia en réditos electorales y que convierte cada víctima en un arma arrojadiza. Porque lo importante es mantener el control del relato, la política de la rapiña, la de aprovechar la tragedia para colocar titulares, para cebar tertulias, para movilizar a los suyos a base de miedo y de odio.
Lo cierto y verdad es que el entramado competencial se ha convertido en la coartada perfecta para ocultar el despilfarro y justificar la inacción y el fracaso. Siento tener que decirlo, pero el desapego y desarraigo de los españoles con sus instituciones está más que justificado: sostienen un Estado hipertrofiado que únicamente demuestra eficiencia para recaudar impuestos y permite que se constitucionalice la desigualdad ante la ley legalizando el intercambio de impunidad por gobernabilidad
No sorprende, pero indigna. Porque lo que está en juego no es menor. Cada hectárea que se quema tarda décadas en recuperarse. Cada familia que pierde su casa arrastra una herida que no se cura con relatos ni titulares efímeros de prensa. Cada anciano desalojado de madrugada sabe que su vida no cabe en un pacto de Estado ni en un hashtag. Y, sin embargo, seguimos tolerando la normalización del desamparo y de la incompetencia.
Es política de mierda. Política que antepone la supervivencia de un gobierno o de un partido a la supervivencia de sus ciudadanos y de sus posesiones. En sentido literal. Política que prioriza la urgencia mediática a la real. Política que detrae recursos esenciales para destinarlos a la compra de votos y a la creación de organismos inútiles en los que colocar a los afines.
Pero, como ya pasó en Valencia, nos quedan los voluntarios, los vecinos que cogen cubos y tractores, los jóvenes que caminan kilómetros para ayudar. Porque son ellos, no los que se reparten culpas en Moncloa y en las consejerías, quienes de verdad sostienen este país. Necesitamos con urgencia otra forma de hacer política: una que ponga en el centro a los ciudadanos y no esta mierda de espectáculo permanente del que solo se nutren los del carnet del partido.