The Objective
Esther Jaén

¡Sal de mi taxi, puta!

«Volvemos al vicio de hacer política a cuenta de la lengua, minando la cohabitación tranquila de dos lenguas en un mismo territorio, que no son incompatibles»

Opinión
¡Sal de mi taxi, puta!

Ilustración de Alejandra Svriz.

Ahora que vivimos la peor época de incendios en décadas en nuestro país, permítanme que les hable de otro tipo de incendios, provocados por esos pirómanos sociales que, agitando la lengua por bandera, buscan realmente el conflicto y, finalmente, el caos. Y de lo fácil que es prender esa mecha.

Sucedió tras la salida del Gobierno Felipe González, cuando su sucesor en el puesto, José María Aznar, seducía las voluntades de catalanes y vascos, para lograr arrancar su mandato.

La reciente campaña electoral había sido muy dura en materia lingüística, por lo que, visto desde Madrid y otros lugares de España se vivía como una agresión al castellano y, desde una parte de Cataluña, como una defensa de la lengua catalana. Esos sentimientos convenientemente manipulados, alentados y agitados dieron en eslóganes que se coreaban en los mítines de Aznar, del estilo «Pujol, enano, habla castellano», con réplica voceada en los mítines del PSOE de esta guisa «Felipe, machote, arráncale el bigote». Se imaginarán los que no lo vivieron que no eran comicios «de buen rollo», aunque quizás nunca lo fueron, pero aún no habíamos llegado al presente nivel actual de degradación, en muchos aspectos.

En aquellos días, una joven periodista catalana, afincada en Madrid, delegada de una radio de Cataluña, se subía a un taxi y pedía educadamente al conductor que le llevase al Círculo de Bellas Artes, en el centro de la capital, que era donde se celebraba un acto-homenaje a Felipe González. Entonces, sonó el teléfono móvil de la periodista en cuestión y, de repente, empezó a hablar en catalán (con su interlocutor telefónico que, desde Barcelona, trataba de coordinar la información que poco después ella, cumpliendo con su trabajo, iba a lanzar por las Ondas en la Cadena COM Ràdio).

Aunque la conversación no iba con él, el taxista dio una sacudida, como si le hubiesen clavado el arpón empleado con Moby Dick y vociferó «¡Hasta ahí podríamos llegar! ¡En mi taxi no se habla catalán! ¡Estamos en España!». La periodista en cuestión, creyendo que se trataba, tal vez, de una broma con cámara oculta, se esforzaba por buscar dónde estaba el dichoso objetivo indiscreto, mientras intentaba razonar con el taxista argumentando que no hablaba con él, sino con una tercera persona (un compañero que seguía al teléfono y rogaba a gritos «¡Bájate, que ese tío está loco!», «¡A ver si te va a hacer algo!» todo eso vociferado en catalán, algo que cabreaba más si cabe al furibundo taxista).

«Con la legislación vigente, al taxista se le podrían haber imputado algunos tipos penales relacionados con los delitos de odio»

Aquella joven redactora era yo, la «arribafirmante», y del nombre del taxista ni me acuerdo, la verdad. Cuando intenté hablarle de los derechos ciudadanos, la convivencia y la Constitución el taxista atajó mi verborrea con un «¡Que te bajes de mi taxi, puta!» «¡Sal de mi taxi, puta!». Y así, en medio del asombro inicial y posterior indignación de mis compañeros de profesión, que me vieron salir atropelladamente del taxi entre gritos e insultos, concluyó aquel episodio… o eso creía yo entonces.

Se me ocurre que, con la legislación vigente, al caballero en cuestión se le podrían haber imputado algunos tipos penales relacionados con los delitos de odio o con la violencia de género. Incluso entonces había supuestos para la denuncia, pero no quise darle más vueltas y lo consideré un caso puntual y estrafalario (era usuaria habitual del servicio de taxi de Madrid y jamás había tenido un problema similar) de un señor con ciertos problemas mentales.

Sin embargo, hubo un cierto empeño en que el episodio no terminase ahí. En aquellos días, cuando la trifulca salió recogida en prensa, tuve alguna entrevista en radio, con careo incluido con el presidente de la Cooperativa del Taxi de Madrid, quien, educadamente, pidió disculpas en nombre de los taxistas a los que representaba. También tuve una oferta de la organización catalanista/independentista «Òmnium Cultural», que se puso en contacto conmigo para convencerme de la necesidad de iniciar acciones legales contra el taxista, que pensaban sufragar ellos, por supuesto. Decliné su oferta, porque creí que aquello era un pequeño incendio que había que sofocar y olvidar cuanto antes.

El reciente caso de la heladería del barcelonés barrio de Gràcia, en el que se negaron a hablar en catalán a la pareja de un representante público de ERC y que, desde entonces, sufre pintadas con insultos del estilo «fascista» y otras lindezas, o el más reciente que ha corrido por las redes sociales –tómenlo con todas las reservas del mundo, porque yo no he detectado hasta la fecha alusión alguna a la presunta noticia por parte de los protagonistas: el cantante Loquillo (uno de mis ídolos juveniles) y un taxista de Barcelona. Las redes recogen relatos de segunda o tercera mano, de esos que suele cargar el diablo– según los cuales, expulsaron de un taxi barcelonés a Loquillo, por pedir al conductor que le hablase en castellano (hay que tener valor o no ser precisamente una mente preclara para echar de un taxi a Loquillo, un rockero de alrededor de dos metros de estatura…). Sin embargo, con todas las prevenciones, esa historia me ha retrotraído a aquellos tiempos de furia lingüística en lo que yo misma sufrí la tempestad desencadenada por la siembra de tanta tormenta política a cuenta de la lengua.

Casi 30 años después, volvemos –o quizá nunca dejamos de hacerlo– a los mismos lodos y al vicio de hacer política a cuenta de la lengua, minando la cohabitación tranquila de dos lenguas en un mismo territorio, que no son en absoluto incompatibles, por muchas milongas que nos cuenten, y que han coexistido, incluso cuando el catalán fue una lengua tabú para la dictadura franquista. Los excesos conducen a la reacción contraria y jamás contribuyen a la convivencia pacífica… pero en determinados laboratorios donde trabajan los spin doctors y otras especies saben que eso mantiene viva la crispación y que mantiene con vida al populismo más ramplón, tan practicado en nuestros días. 

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