The Objective
Andreu Jaume

El extremismo como forma de vida

«La eliminación, la aniquilación, es en realidad la única forma de vida que, hoy, como ayer, incuba el extremismo»

Opinión
El extremismo como forma de vida

Ilustración de Alejandra Svriz.

A principios del siglo XIX, Stendhal se preguntaba por qué todo el mundo parecía tan infeliz en el mundo moderno. Y su respuesta fue: «Porque somos vanidosos». A su juicio, la liquidación del Antiguo Régimen había traído consigo lo que luego René Girard llamaría la sustitución de la «mediación externa» en el deseo mimético por una «mediación interna». Me explico. En el Antiguo Régimen, el rey absolutista era la única figura contra la que todo el mundo podía medirse, una situación que unía a todo el pueblo, que podía adorar o vilipendiar al monarca, a sabiendas de que nada podía hacerse contra su autoridad. De ahí que Stendhal, que se había pasado la juventud fracasando como dramaturgo, se diera cuenta de que el teatro era el género de un mundo desaparecido, cuando todo quisque podía divertirse aún a la sombra del rey

La Revolución destruyó luego la monarquía de derecho divino —la mediación externa— y, gracias al igualitarismo, empezó a extenderse una «mediación interna» que convirtió a los hombres en ansiosos competidores, víctimas de una constante insatisfacción y a la postre de una vanidad triste y estéril. La idolatría de uno solo —y su reverso— quedó sustituida por el menosprecio al resto de los conciudadanos. Stendhal abandonó entonces el teatro y entendió que la nueva comedia de esa vanidad triste solo podía ser la novela, género al que se entregó con pasión, invirtiendo todo su talento en mostrar esa otra forma de vida social. Juliel Sorel es desde entonces el epítome del parvenu, el advenedizo que vende su alma por escalar en la sociedad. Su gran modelo es Napoleón, otro provinciano que había conseguido ser emperador sin descender de ningún linaje. 

Pero lo que aquí me interesa subrayar es que esta nueva situación política fomenta un antagonismo que acaba por destruir el objeto de la disputa. Es lo que también René Girard llamó la «relación de los dobles». Los competidores sustituyen el contenido de su interés —las diferencias sobre tal o cual política, por ejemplo— por la pura rivalidad con el otro hasta llegar a una crisis de total indiferenciación en el que ya no hay ningún valor positivo, sino tan solo una negatividad común y total. Por ello, Girard se atreve a calificar lo que Stendhal, Flaubert o Tocqueville llamaban «evolución democrática» de «totalitaria». 

Quizá se trate de algo que debamos tener en cuenta para explicarnos por qué una y otra vez las modernas democracias cometen los mismos errores, desvirtuando sus instituciones, corrompiendo sus fundamentos, olvidando las razones de su constitución y animando los extremismos populistas y destructivos como única forma de solución. Con cada nueva crisis que vivimos —ya sea una pandemia, una inundación bíblica o un círculo dantesco de incendios— el bien común desaparece para ser sustituido por la vanidad de los contrincantes. Y eso es así porque justamente esa vanidad triste se ha convertido en el único objeto de una política sostenida por la publicidad como única «mediación externa».

En 1933 —fijémonos en la relevancia de la fecha—, José Ortega y Gasset dictó un curso en Madrid que no se publicaría hasta 1947 con el título de En torno a Galileo. Ortega estudió ahí el problema de las crisis históricas, concentrándose sobre todo en el tránsito que se produjo a lo largo del Renacimiento entre un orden teocéntrico y otro antropocéntrico, entre el cristianismo de la Edad Media y el humanismo. El objeto del curso era sobre todo aclarar cómo fue posible que el hombre cobrara esa fe última en la ciencia y en la razón pura, demostrando al mismo tiempo que «la confusión de la perspectiva científica con la vital» supuso en el fondo una falacia parecida a la que anteriormente había intentado confundir la doctrina teológica con la vida. Importa recordar que, aquel año, Ortega había abandonado la vida pública. Tras muchos años dedicado a intentar racionalizar la política española, desengañado del cariz que había tomado la República, a cuyo advenimiento tanto había contribuido, decidió dejar de opinar y refugiarse en la filosofía. En torno a Galileo cobra una especial relevancia dramática y aún profética por cuanto Ortega, barruntando que se acercaban tiempos convulsos, se propuso estudiar cuál es la esencia del cambio y la crisis, con la apenas disimulada intención de intentar entender algo de su propio momento.

Repasando lo que había ocurrido en la mentalidad europea desde el siglo XV al XVII, con iluminadoras calas en cuestiones teológicas, políticas y artísticas, Ortega observa que todas las crisis empiezan por «una propensión mecánicamente dialéctica de la mente humana» que conduce a «volver del revés todas las valoraciones». Cuando se desespera de una forma de vida, se empieza a creer que «si la riqueza no da la felicidad, la dará la pobreza; si la sabiduría no resuelve todo, entonces el verdadero saber será la ignorancia; si la ley y la institución no nos hacen felices, esperemos todo de la injuria y la violencia». Se trata, a su juicio, de una dialéctica fácil, que consiste en encontrar lo nuevo sin más que afirmar lo contrario de lo que parecía vigente, degradando con ello la verdadera dialéctica. (Dicho ahora de paso, Ortega hilvana estas reflexiones para explicar cómo nació la idea de salvación personal en el cristianismo).

En un capítulo titulado «Sobre el extremismo como forma de vida», Ortega desliza luego una rara confesión en él que hoy nos resuena con especial autenticidad. Hablando del momento en que San Pablo, en la Epístola a los Corintios, exhorta a sus fieles a volver en sí, reconociendo que están perdidos y que es menester crear algo nuevo abandonando toda falsedad, el profesor les dice a sus alumnos que una parecida conversión –metánoia, cambio de mentalidad– sería necesaria entre la juventud de su tiempo, porque a su juicio había altas posibilidades de que aquella generación se dejara arrebatar por el «vano vendaval de algún extremismo». «Y revelando en la tranquilidad de esta aula un secreto», continúa, «diré que a ese temor obedece en buena parte mi parálisis en órdenes de la vida, no universitarios ni científicos. No se me oculta que podría tener a casi toda la juventud española, en veinticuatro horas, como un solo hombre, detrás de mí; bastaría que pronunciase una sola palabra. Pero esa palabra sería falsa y no estoy dispuesto a invitaros a que falsifiquéis vuestras vidas».

El silencio de Ortega podría compararse con el que, en aquellas mismas fechas, decidió guardar Karl Kraus ante la llegada de Hitler al poder. Su libro La tercera noche de Walpurgis, escrito durante los primeros meses del nazismo, tenía que publicarse en otoño de 1933, pero su autor decidió pararlo, temeroso de que pudiera perjudicar a algunos amigos. De todos modos, la primera frase de la obra ya dejaba clara su impotencia frente a lo que estaba ocurriendo: «No se me ocurre nada sobre Hitler». El gran polemista se veía superado por la realidad. Era la misma parálisis que le había sobrevenido en 1914, durante el estallido de la Primera Guerra Mundial. La intoxicación del lenguaje y la degradación moral de todos los que habían provocado el conflicto —periodistas y políticos, sobre todo— obligaba a callar para no contribuir al triunfo del nihilismo que alegremente se pregonaba. 

Cabe preguntarse desde dónde pensaban entonces Ortega o Kraus. Los adictos a las ideologías dirán que eran «equidistantes» o que ocupaban un cómodo e inadmisible centro. Pero ya es hora de impugnar esa idea aséptica de centro, que en el fondo no es sino una justificación de los extremos. Hay una forma de pensar que se sitúa fuera de esa dialéctica barata y que se concentra en el objeto elidido de la disputa. Y a menudo ese objeto no es más que el bien perecedero de la vida. Por eso, Ortega se vio obligado a aclarar que su rechazo al extremismo no le convertía en un conservador: «Mi repulsa de él no procede de que yo sea conservador, que no lo soy, sino de que he descubierto en él un sustantivo fraude vital». 

«Ya es hora de impugnar esa idea aséptica de centro, que en el fondo no es sino una justificación de los extremos». 

Es importante subrayar lo de fraude vital. Apliquémoslo a la actual situación de la opinión pública. Hoy no importan tanto los verdaderos problemas sociales como declararse feminista o hablar de «feminazis», una palabra que debería bastar para que se nos cayera la cara de vergüenza. La urgencia mundial de la inmigración es lo de menos porque basta con proclamarse antirracista o acusar al otro de fascista. Da igual cómo abordar el problema de los incendios y el cuidado de los montes porque lo fundamental es enarbolar la bandera del ecologismo y acusar al otro de negacionista climático. «Todo extremismo», decía Ortega, «fracasa inevitablemente porque consiste en excluir, en negar menos un punto, todo el resto de la realidad vital. Pero este resto, como no deja de ser real porque lo neguemos, vuelve, vuelve siempre y se nos impone queramos o no. La historia de todo extremismo es de una monotonía verdaderamente triste: consiste en tener que ir pactando con todo lo que había pretendido eliminar». Porque la eliminación, la aniquilación, es en realidad la única forma de vida que, hoy, como ayer, incuba el extremismo.