The Objective
Pablo de Lora

Vivir del cuento

«La divisoria entre la superstición y la religión ‘seria’ viene trazada por la simple sanción social, por una norma permisiva masivamente observada y respaldada»

Opinión
Vivir del cuento

Preparación de la ayahuasca. | Wikipedia

La carretera que abandona Cruzeiro do Sul, en el Estado de Acre (Brasil), no tarda en convertirse en una pista bacheada donde a cada tanto el polvo impide vislumbrar si nos precede una motocicleta en la que, a dos adultos acompaña, bien apretado y sin casco, un niño de corta edad (a veces dos); o un perro despistado o una gallina osada o una pacarana rebelde que se cruzan en el último momento a pocos metros de la camioneta. Uno atraviesa sobrecogido esa mezcla de miseria en el asentamiento humano y esplendor paisajístico circundante tan característica en toda Latinoamérica.

En la ventana de un chamizo, sin vidrio, como todas, se atisba a una anciana que vende plátanos y en el humilde terreno en el que se ha plantificado una enorme antena parabólica, un columpio herrumbroso y dos o tres sillas desvencijadas, unos chavales descalzos juegan risueños al fútbol junto a una edificación de más empaque: una de las decenas de iglesias evangélicas que proliferan en los márgenes de esta vía que a no muchos kilómetros muere en la frontera peruana. El Juruá, un afluente del Amazonas que se extiende durante 1.200 kilómetros, riega cientos de especies vegetales exuberantes entre las que destaca el Ipê, un árbol que florece en colores diversos. Mirando por la ventanilla del avión cuando ya aproximaba al aeropuerto, cabía pensar que uno regresaba al Jardín del Edén.


Tras 40 minutos de traqueteo y angustia por la indemnidad de ciclistas, motoristas, caminantes y animales varios que pudimos haber arrollado, llegamos a nuestro destino: la comunidad indígena de Puyanawa, allí donde viviríamos unas horas de «inmersión» con los miembros de uno de los más de trescientos grupos «étnicos» que se localizan en el territorio brasileño (1,69 millones de indígenas, la mayoría de ellos concentrados en la Amazonía). El poblado tiene el aspecto de un decorado de la atracción «Jungle Cruise» de Disneyworld, con sus veredas bien perfiladas los palenques en perfecto orden de revista y la plaza para las ceremonias rituales y las fiestas libre de residuos y perfectamente despejada de vegetación. Pareciera que un jardinero acaba de terminar su jornada. No se ve gente ni actividad alguna, y las cabañas están cerradas a cal y canto.


Nos recibe el cacique, ataviado con unos abalorios que propician nuestros primeros brotes de escepticismo. La diadema y el colgante en el que se labró la forma de un sapo con cuencas de distintos colores me recuerda al disfraz de carnaval que tuvimos que improvisar para nuestro hijo en cuarto de primaria. Nos estrecha la mano ceremonioso y nos invita a acompañarle a su casa, una suerte de gran hórreo en cuyos bajos se aparca una fastuosa motocicleta de vistosos colores y gran cilindrada. Allí nos cuenta, premioso, que heredó el liderazgo de la comunidad a manos de su padre, muerto por covid hace cinco años y al que no permitieron ser enterrado en su comunidad y de acuerdo con sus rituales. Hoy prosigue su lucha con las autoridades del Estado para poder recuperar sus restos. Cuando ya me devora el interés porque estoy asistiendo a una Antígona en el valle de Juruá, el cacique nos cuenta, apesadumbrado, que si llegara el día en el que pudiera al fin enterrar y honrar debidamente a su padre, no estaría seguro de cuál es el ritual de «cantos, danzas y lloros» que es propio de su cultura, perdida, como tantos otros de sus rasgos, ante la desidia, el desinterés, la desafección de las generaciones previas. «Acabáramos», pienso.

Así que el resto del relato del cacique consiste, cabalmente, en detallar cómo (con permiso de Eric Hobsbawn y Terrence Ranger), ha inventado la tradición y ha logrado consolidar una comunidad puramente imaginaria (con permiso, ahora, de Benedict Anderson): un pueblo, el Puyanawa, que procede del sapo («acabáramos» vuelvo a pensar escrutando su colgante). El cacique profesaba la religión evangélica y, por lo que nos contó, en algún momento las «entidades espirituales» propias del Puyanawa comenzaron a manifestársele. Primero en el comportamiento de algunos animales del entorno del que fue testigo; después en la posesión que esos espíritus obraron en sus dos hijas, a las que finalmente, y una vez convertido tras apostatar de la Iglesia evangélica, logró exorcizar.


Y para esa caída del caballo, la ayahuasca – un alucinógeno que se extrae de la combinación de una liana y otras plantas con efectos psicoactivos- resultó ser decisiva. Ayudado por un chamán proveniente de una comunidad indígena cercana, vio la luz tan pronto bebió los primeros sorbos de la infusión: una mano bajó del cielo con un corazón sangrante y otra se aproximó a su pecho de donde extrajo el suyo para a continuación colocarle el otro. Abrazando de nuevo la espiritualidad que le corresponde, sus hijas recuperaron la normalidad y un buen número de miembros del pueblo Puyanawa volvieron al redil. Para ello también parece que resultó decisivo que el cacique organizara sucesivos banquetes en los que esos nuevos conversos – desde el catolicismo y el protestantismo en sus distintas variantes- fueron convidados a comer sin tasa durante varios días. Hoy, gracias a sus esfuerzos, concluyó, en la escuela más cercana ya disponen de un maestro que enseña a los niños Puyanawa «su lengua».


«¿De dónde proceden los ingresos en esta comunidad?» preguntó, cuando ya iba tocando levantar el campamento, uno de los que me acompañaban en la visita. «De las vivencias», replicó el cacique. Por 8.000 reales, explicó, cabe pasar una semana entre nosotros, participando de nuestros ritos y costumbres y de los «baños medicinales en el río», las ceremonias espirituales, entre ellas y muy principalmente, la de la ayahuasca.


En efecto, comunidades indígenas como esta del Puyanawa, y otras en otros Estados del Brasil, en Perú, en Ecuador, en Colombia, reciben a miles de turistas occidentales – que en sus lugares de origen solo bajo prescripción médica podrían consumir medicamentos con efectos parecidos a la ayahuasca- deseosos de un «retiro», «limpieza», «vivencias espirituales», «holísticas», que les liberen de sus traumas, del estrés, de las constricciones propias de la civilidad y la disciplina, aunque sea a costa de horas de vómitos y diarreas, incluso del riesgo de catalizar un trastorno psicótico latente o de morir en el intento de alcanzar la autenticidad, en el afán de aprender y aprehender sabidurías tradicionales no mediadas por la perfidia del neoliberalismo que todo lo permea, en pos de la comunión con la naturaleza y sus espíritus.


«En resumen, viven del cuento», pensé malévolamente. «También hay quien cree que Jesucristo convirtió el agua en vino, que los ángeles se aparecen en zarzas ardiendo y que Moisés dividió las aguas del mar Rojo por orden de Dios», me susurró mi hijo al oído. Me acordé del Leviathan de Hobbes: la divisoria entre lo que es creencia risible, superstición, y lo que consideremos religión «seria», «respetable», «oficial» viene trazada por la simple sanción social, por una norma permisiva masivamente observada y respaldada. Hobbes lo expresó infinitamente mejor: «El miedo al poder invisible, fingido por la mente o imaginado a partir de cuentos públicamente permitidos es religión; no permitido, superstición».


En la hora crepuscular en la que ya nos correspondía partir, el horizonte se poblaba de nubes de tamaño y densidad inverosímiles atravesadas por luces de destellos irreales haciendo del cielo la cúpula de una discoteca ibicenca. La contemplación – fácil imaginar como sería bajo los efectos de la ayahuasca- fue interrumpida por el sonido de un móvil. «Es un mensaje», dijo el cacique. «Pero, aquí hay cobertura?» preguntamos. «Sí, tenemos satélite… Starlink», respondió ufano.

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