The Objective
Ricardo Cayuela Gally

Verano invencible

«Hay algo tristemente ajeno, pero fascinante, en contemplar esa experiencia de las amistades estivales que duran toda la vida»

Opinión
Verano invencible

Niños divirtiéndose en la playa.

Para quienes no crecimos con la cultura del verano español (mediterráneo en una acepción amplia), sobre todo de aquellos que han tenido la suerte de veranear en un mismo lugar, fieles a una pandilla de amigos que se encuentra cada año en la playa, hay algo tristemente ajeno, pero fascinante, en contemplar esa experiencia de las amistades estivales que duran toda la vida y configuran una especie de biografía paralela —de la infancia al primer amor, de la adolescencia a la vida adulta— escrita bajo el sol, con los pies descalzos en la arena, y cuya promesa de felicidad cíclica el invierno nunca roza.

A eso justamente se refiere Albert Camus en El primer hombre, la mejor apología que conozco del poder sanador del verano. La novela me viene a la cabeza ahora que, para todo fin práctico, atravesamos ayer, desprevenidos, el último domingo del estío. Sé que aún queda el domingo 31 —domingo cruel, con la piel quemada y las arterias saturadas de automóviles—, pero ese día ya pertenece al regreso y colinda fatídicamente con el primer lunes de septiembre, cuando la vida dejará atrás el tiempo sin tiempo del que están hechos todos los veranos.

La novela autobiográfica de Camus, apenas disimulada con el cambio de nombre del protagonista, Jacques Cormery, fue hallada como manuscrito con marcas de corrección tras el accidente mortal (e invernal) que sufrió Camus, el 4 de enero de 1960 en Villeblevin, Francia, y se publicó póstumamente en 1994. La obra postula, con enorme belleza, que es posible tener una infancia feliz, incluso en medio de la pobreza, la marginalidad y la orfandad; y que esa luz —en su caso, la de la playa, el sol, los amigos, el verano sin fin de su Argel natal— puede acompañarte toda la vida. El fraseo de Camus es imbatible: «En medio del invierno, aprendí por fin que había en mí un verano invencible.» Lo dijo antes William Wordsworth en su breve poema «My Heart Leaps Up», donde celebra que le siga fascinando un arcoíris como cuando era pequeño: «The Child is father of the Man». Efectivamente, «el niño es padre del hombre».

Desde luego que la novela de Camus no es ingenua y sabe que la pobreza que sufrió de niño lo hubiera condenado a una vida de horizonte fijo, sin las experiencias necesarias para escapar de ese destino ni romper el círculo vicioso que le atenazaba. En su caso, el barrio marginal de Belcourt, donde un niño huérfano de padre es criado por una madre analfabeta y extenuada por un trabajo adocenado. Para escapar hace falta un «jardinero de almas», en feliz expresión de Antoine de Saint-Exupéry, y Camus lo encontró en su maestro de primaria, Louis Germain, a quien, al recibir el Nobel, no olvidó enviar una carta de agradecimiento en la que le dice: «Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de esto.» 

El amor de una madre y la luz invencible del verano son fuerzas que dan sentido a la vida, pero no bastan. Para ello hace falta rebeldía interna y amor al conocimiento. Saint-Exupéry, en Tierra de los hombres, refiriéndose a unos niños perdidos entre un grupo de refugiados polacos, descubre en la mirada de uno de ellos la llama del talento, y se pregunta cuántos Mozarts asesinados hay en ese tren que se dirige al matadero. El primer hombre culmina cuando el niño pobre se ha convertido en un escritor francés exitoso y decide, por fin, visitar el cementerio donde está enterrado su padre y honrar así la promesa que le hizo en su día a su madre de hacer esa visita, a la que se ha resistido toda la vida. Al llegar, descubre, leyendo la lápida de la tumba de su padre —muerto en la batalla del Marne durante la Primera Guerra Mundial— que hace muchos años rebasó la edad en que su padre murió, sacrificado en el altar de la patria, falso héroe de una guerra que decidieron hombres mayores en la retaguardia.

Muchos españoles llevan dentro un «verano invencible», a veces sin saberlo. Además, en la inmensa mayoría de los casos, sin pobreza, sin guerras ni carencias materiales. Un verano invencible no es solo el recuerdo de la felicidad, sino el testimonio en la piel de que hubo una época en que todo era posible y que el grupo no sacrificaba al individuo: lo potenciaba. Y ese fuego interior ayuda a sostenerlos cuando se impone recordar que la vida no es solo ese verano luminoso, esa palomilla suspendida en el tiempo. También está hecha del peso de los inevitables fracasos, de los amores rotos, de la ardua búsqueda de una vocación, de los zigzagueantes pasos —a veces imposibles— para construirse una profesión, de eternos días laborables, de los riesgos de asumir responsabilidades, de ver envejecer y morir a los tuyos. En esos veranos donde un satanizado valor conservador adquiere sentido: fundar una familia que herede —sí— ese «fuego del verano», esa antorcha invisible que te ayudará a enfrentar las sombras, a leer las lápidas que el futuro te tiene escritas con sus fechas inapelables.

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