The Objective
José María Calvo-Sotelo

Derribemos los tabúes sobre la geoingeniería

«La aceleración del ritmo del calentamiento global durante la última década se podría ralentizar con la tecnología de la geoingeniería solar»

Opinión
Derribemos los tabúes sobre la geoingeniería

Un termómetro marca 41 ºC en Zaragoza durante la última ola de calor. | Nano Calvo (Zuma Press)

Decíamos hace cuatro semanas, con todo el verano por delante, que «el brete más difícil en que la ciencia del clima pone a la sociedad en su conjunto es que la reducción de emisiones de CO2 no ofrece ningún beneficio tangible en el corto plazo, a excepción de la reducción de la contaminación del aire con el avance del coche eléctrico en las ciudades». Bien es cierto, sin embargo, que el gran esfuerzo de reducción de la contaminación atmosférica (fundamentalmente partículas de dióxido de azufre SO2) comenzó mucho antes de que la lucha contra el cambio climático hiciera acto de presencia en la arena política internacional.

Todo empezó hace más de 50 años en Europa Occidental y en Estados Unidos –Richard Nixon creó la Environmental Protection Agency en 1970, hoy en el punto de mira del presidente Trump–. Y lo fue por razones de salud pública y medioambientales (lluvia ácida), no de lucha contra el cambio climático. China sólo se sumó al esfuerzo occidental a mediados de los años 2000, poco antes de sus Juegos Olímpicos de 2008, en medio de la polémica por la malísima calidad del aire en las grandes urbes del país.

A día de hoy, Europa y EEUU han reducido sus emisiones de SO2 en más de un 95% desde su máximo de 1979 y China en un 75% desde el suyo en 2006. Con lo que solo nos queda que la India y el resto del mundo avancen en este frente del SO2, cuyas fuentes principales son la generación eléctrica a base de carbón y petróleo, la industria pesada y el transporte marítimo. Porque el transporte por carretera ha conseguido erradicar sus emisiones de SO2 gracias al uso de combustibles con muy bajo contenido en azufre, aunque todavía emite óxidos de nitrógeno (NOx), que son igualmente nocivos para la salud y el medioambiente. La creciente penetración del coche eléctrico contribuirá sin duda a su paulatina reducción.

Pero esta historia de éxito en la reducción de la contaminación del aire es la cara de una moneda que, para sorpresa de muchos, viene también con su cruz, como tantas cosas en la vida. Porque resulta que casi todas estas partículas contaminantes (llamadas aerosoles en la jerga técnica) tienen la virtud de reflejar la luz solar, al igual que las nubes y los hielos polares o las erupciones volcánicas, mandándola de vuelta al espacio.

Y de este modo han venido contribuyendo a la reducción de la temperatura terrestre desde que la revolución industrial empezó a bombearlas a la atmósfera. Justo al revés de lo que hace el CO2, que se emite en los mismos procesos industriales y que con su efecto invernadero contribuye al calentamiento global. Ocurre, sin embargo, que si bien cada molécula de CO2 y su efecto invernadero perviven en la atmósfera cientos de años, estas partículas sólo lo hacen unos pocos, de modo que la reducción drástica en las emisiones de SO2 de las últimas décadas está teniendo como «daño colateral» la correspondiente reducción de su concentración en la atmósfera y por tanto del enfriamiento que producían, «desenmascarando» así un aumento más acelerado de las temperaturas.

«Las políticas contra el cambio climático tropiezan con contrincantes como es la eliminación de la contaminación del aire»

Todo esto nos lo cuenta Zeke Hausfather (reputado científico del clima y redactor de los informes del IPCC) en un reciente artículo de la web británica Carbon Brief, donde nos dice que del aumento de 0,5 °C de la temperatura desde 2007 (cuando China se pone las pilas con el SO2), 0,14 °C se explicarían por la reducción de la concentración atmosférica de las partículas de marras y de su efecto enfriador.

Más aún, afirma Hausfather, la aceleración del ritmo de calentamiento global de la última década (2015-2024) se explica por esta misma razón: hemos pasado de un aumento de 0,18 °C cada diez años a 0,27 °C en la última década, y el 80% de este aumento se explica por la reducción de la contaminación atmosférica. Este dato es sin duda muy sorprendente, y confirma la realidad de que las políticas contra el cambio climático tropiezan en su camino con contrincantes de mayor peso, como es en este caso la eliminación de la contaminación del aire.

Nada de lo anterior sirva para poner en tela de juicio la absoluta necesidad de perseverar en la reducción de la contaminación del aire que sigue siendo la causa de millones de muertes prematuras al año. Pero sí para replantearse el «veto» político al que se enfrentan la mayoría de los experimentos de geoingeniería solar que se han puesto sobre la mesa en los últimos años por prestigiosas instituciones académicas, la universidad de Harvard entre otras. Por geoingeniería solar nos referimos a las técnicas para reflejar la radiación solar a través de la inyección de aerosoles en las capas altas de la atmósfera, contribuyendo así a la ralentización del calentamiento global más rápidamente, igual de rápidamente que el efecto contrario que ya estamos experimentando por la reducción drástica de la contaminación de partículas de SO2.

Hasta el momento, la oposición política a esta tecnología (y a la de captura de CO2) se justificaba en la creencia de que sería utilizada como coartada por las industrias más emisoras de CO2 para no descarbonizar sus procesos productivos y arrastrar los pies en su propia transición energética. Pero a estas alturas no hay prácticamente ningún analista o experto en la lucha contra el cambio climático que siga apostando por que vamos a alcanzar el cero neto de emisiones en 2050 o que el incremento de temperatura no va a superar los 1,5 °C del Acuerdo de París.

«El Reino Unido es por ahora el primer y único país que va a financiar con fondos públicos varios proyectos de geoingeniería solar»

Hace apenas unos días, la mismísima Christiana Figueres (cabeza visible de la ONU cuando el famoso Acuerdo de París de 2015 sobre cambio climático) publicó un video en el que reconocía que no tenía sentido mantener una oposición frontal a las tecnologías de captura de CO2 porque «nos estamos quedando sin tiempo». Como afirma el informe AR6 del IPCC sobre la geoingeniería solar: «La modificación de la radiación solar (SRM) puede reducir algunos impactos climáticos, disminuir las temperaturas máximas, abaratar los costos de mitigación y ampliar el tiempo disponible para llevar a cabo dicha mitigación» (el énfasis es nuestro).

El Reino Unido es hasta el momento el primer y único país que va a financiar con fondos públicos varios proyectos de geoingeniería solar a través de su programa Aria. La universidad de Harvard, a iniciativa de su Salata Institute for Climate, ha diseñado un llamado «escenario PLUS» en el que la temperatura del planeta se reduciría en 1ºC al 2050 si desplegáramos una flota de unos pocos cientos de aviones en el mundo entero dedicados a la inyección en la estratosfera de aerosoles con base de azufre.

En su opinión, el éxito de la operación se podría garantizar con un acuerdo bilateral entre China y Estados Unidos, que sumarían entre los dos la suficiente capacidad técnica y económica para operar dicha flota. No veo por qué no podría la UE sumarse a ese acuerdo, ahora que Airbus lo está haciendo mucho mejor que Boeing. Aunque lo ideal sería emular el famoso Protocolo de Montreal de 1987 para la recuperación de la capa de ozono, que se sigue aplicando con éxito y que fue suscrito por casi todos los países del mundo.

Seguro que las generaciones futuras nos estarían muy agradecidas si diéramos ese paso antes que después. Pero que me disculpe el lector si todavía piensa que todo esto es más bien ciencia ficción o un ligero divertimento veraniego. Acordemos cuando menos que se trata de un asunto de mucha altura.

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