The Objective
Jorge Vilches

Quién entiende a un progresista

«Al izquierdista no le importa que su político se comporte sin vergüenza o que cometa delitos; siempre encuentra una excusa para comprender lo que hizo»

Opinión
Quién entiende a un progresista

Ilustración de Alejandra Svriz.

Leo con tristeza –aunque sin asombro, para mi desgracia– alguna que otra defensa de la libertad reivindicando a Largo Caballero. Lo hace gente que dejó de ser joven hace más de lo que quieren admitir. Cualquiera podría pensar que son analfabetos, que no conocen la historia de nuestro país ni la actuación política o los discursos de aquel tipo. No es así. Son conscientes de las barbaridades de ese socialista, pero les parece que fueron fruto de esa época y, por qué no, al final sus actos y aspiraciones merecen respeto, dicen, porque consistió en la ensoñación de un mundo más «justo». 

Son los mismos que hacen alertas antifascistas porque no se usa el lenguaje inclusivo, o cuando no se admite que el monte arde sin control por la emergencia climática, o si se pide la expulsión inmediata de un okupa, o que es preciso impedir que personas entren en este país violando la ley. Esa doble moral sobre la aplicación de la ley en el caso de la inmigración desvela mucho sobre la psicología de la izquierda en España, y en especial, del sanchismo. Si se trata de una ley tributaria es de obligado cumplimiento, e incluso consideran antipatriótico residir fiscalmente en otro país, salvo el hermano de Sánchez. Pero si tiene que ver con la inmigración, la ley importa un pepino; y no te digo si se trata de la propiedad privada, o de la presunción de inocencia en la violencia de género o en un delito sexual. 

Escribía hace poco Félix Ovejero sobre la frivolidad intelectual de la izquierda actual que se ha salido del carril clásico. Sí, es cierto, lo ha escrito mil veces, pero hay que comprender que lo hace porque Ovejero es incapaz de salir de su asombro tanto como sortear la indignación. Ese pasmo se debe a que los socialistas como él usan un esquema interpretativo y lingüístico que ha quedado obsoleto. Las masas izquierdistas, o progresistas, como quieran llamarlas, ya no se movilizan por la redistribución de la riqueza, sino por otras cuestiones. Ovejero habla a gente que ya no existe. Ni siquiera UGT y CCOO son lo que eran. 

La psicología de esas masas va por otro lado. Quizá habría que detenerse más en lo que es, no en lo que debería ser, que es una cuestión subjetiva y volitiva del observador. Eso de retorcer la realidad para encajarla en un esquema que proyecte la sociedad futura que queremos nunca funcionó. Ya lo escribió David Hume: la filosofía y el partidismo no se llevan siempre bien. Ramón de Campoamor (nada que ver con Clara) se adelantó hace casi doscientos años diciendo que todo es según el color del cristal con que se mira. 

Lo digo porque hay políticos que tienen bula para el mal, que no importa la incoherencia de sus actos, el desparpajo de sus golfadas, el crecimiento de su patrimonio personal gracias a su relación con Venezuela, como Zapatero, o su sospechoso aspecto físico, o deplorables costumbres privadas con dinero público. Todo lo perdona el progresista. La psicología del izquierdista es que no importa que su político se comporte sin moral ni vergüenza, que cometa delitos o anime a hacerlos; siempre encuentra una excusa para comprender o blanquear lo que hizo. 

«Las masas progresistas y sus intelectuales no tratan tanto de llegar al ‘paraíso redistributivo y justo’, sino de mandar»

Por eso no me extraña que esos progresistas que juntan letras para añorar a Largo Caballero sean los mismos que votan a Sánchez. Si son capaces, porque así lo han mamado en el sistema educativo, de sostener que la Segunda República fue una democracia ilusionante, plural, tolerante y constructiva, con partidos, como el PSOE, movidos por la justicia social y la libertad, es que pueden perfectamente sostener cualquier tropelía que haga o diga Sánchez y sus cuates. 

Quizá esta izquierda actual aprendió esa doble moral de la generación anterior para la que Robespierre era un demócrata benefactor, Lenin un soñador impenitente, Fidel Castro un libertador antiimperialista, ETA un grupo antifranquista, y que si la URSS y el universo comunista cayeron no fue porque la idea no funciona, sino porque se ejecutó mal y habrá que intentarlo otra vez. Sembraron supremacismo e intolerancia, pero no en el sentido de John Rawls ni con la paradoja de Popper, sino como esencia de la política. Trasladaron que habían venido al mundo con una misión histórica: cambiar todo aunque la gente no quiera. 

Lo siento por los nostálgicos, pero ya lo dijo Raymond Aron: esos intelectuales se dejaron seducir por la posibilidad de dictar la transformación usando las formas de un despotismo no ilustrado ni racional, sino moralista y totalitario. Por eso, al final no es el qué, sino el cómo; es decir, las masas progresistas y sus intelectuales no tratan tanto de llegar al «paraíso redistributivo y justo», sino de mandar. Les importa tener el BOE y sentirse como un pequeño dictador al que acaban de dar la razón. Y eso es todo.

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