The Objective
Juan Luis Cebrián

El Estado y sus pactos

«Lo que ha venido haciendo hasta ahora es clientelismo, chapucerías y compadreo. Nada parecido a un pacto. Lo más similar a una rendición a cambio de favores»

Opinión
El Estado y sus pactos

Ilustración de Alejandra Svriz.

La reciente catástrofe de los incendios forestales, la descoordinación entre las autoridades políticas presumiblemente dedicadas al servicio de todos los ciudadanos, las estúpidas peleas partidarias y los groseros intentos electoralistas del poder y la oposición, a nivel autonómico y a nivel estatal, explican a las claras el abismo existente entre la voluntad y comportamiento de la clase política y el sentimiento de la sociedad civil. En julio del año 2023, apenas unos días antes de celebrarse las últimas elecciones generales, José Juan Toharia, el más respetado y agudo sociólogo de nuestro país, escribía que la recurrente opinión de la ciudadanía española era que los actuales políticos y sus partidos, «son más parte de los problemas que pesan sobre España que de su posible solución». Este sentimiento generalizado, que por desgracia cunde también en otros países democráticos, no ha cesado de crecer desde que Pedro Sánchez, que perdió las elecciones de aquel año, renunciara a cumplir sus promesas electorales y asociara su miserable ambición personal al apoyo de políticas absolutamente divergentes de las prometidas por él mismo y su partido.

Tampoco es normal que la un día llamada leal oposición se entregue a una pelea infantil sobre quien tiene la culpa de que los montes ardan en vez de ponerse a trabajar para que dejen de hacerlo. El espectáculo bochornoso de acusaciones cruzadas, huérfano de todo empeño de colaboración ciudadana, merecería una reflexión por su parte. Quizás interpretando este sentimiento, en su tardía comparecencia pública tras la crisis reciente, el presidente del Gobierno ha recurrido a un pregón que no es nuevo en él: la afirmación solemne de que el Estado somos todos y la propuesta grandilocuente de un Pacto también de Estado para luchar contra las consecuencias del cambio climático.

Esa primera expresión aparentemente solidaria y convivencial de que el Estado efectivamente lo constituye el conjunto de los ciudadanos, responde al ensueño de asumir que Estado y ciudadanía, o sociedad civil como ahora se llama, son una sola y misma cosa. Semejante visión, propagada en ocasiones también por algunos manuales de Derecho Constitucional, difícilmente refleja la verdad de los hechos ni la historia política de las naciones. La democracia nace precisamente de la defensa de los derechos individuales de los ciudadanos contra el poder omnímodo de los Estados. Las revoluciones populares, alentadas tanto por el fascismo y el nazismo como por el marxismo y otros movimientos identitarios, tratan de conquistar el Estado para ponerlo al servicio de una idea particular y absolutista del mismo, en contra de la diversidad y diferencia de la población.

El Estado es solo, y nada menos, que la forma de organización política de un determinado país, dotada por lo mismo de los poderes necesarios para su gobierno. El Estado gobierna la sociedad, pero no es la sociedad. La soberanía reside en el pueblo, y solo en él. Y las observaciones recurrentes de la divergencia entre integrantes del poder del Estado, digámoslo claramente, entre la clase política y la ciudadanía en general, ponen de relieve, al margen de voluntades individuales de quienes las provocan, un fracaso del sistema representativo y del funcionamiento del gobierno que es preciso atajar si se quiere preservar el futuro de la democracia.

Por un lado hay que clarificar el modelo de la España de las Autonomías. Su definición fue una respuesta tan acertada como arriesgada para asumir la diversidad del país junto con la indisoluble unidad de la Nación española, fundamento único de los derechos y libertades que la Constitución reconoce. Por eso ver negociar al Gobierno de España, representado incluso por un expresidente amigo y servidor de todos los dictadores que va encontrando en sus viajes de negocios, con un fugitivo de la justicia española, rebelde contra la propia Constitución, es una vergüenza institucional para el partido en el poder y toda una amenaza para la conservación de la paz ciudadana en Cataluña y en España. Por eso insisto en que Estado español no somos todos. No lo es Puigdemont, que no quiere serlo, ni lo es ya Zapatero, convertido ahora en mercachifle internacional.

Pero sobre todo no lo somos los ciudadanos víctimas de sus trapacerías políticas. Para entenderlo así habría que ponderar la memoria histórica, de la que, ahí sí, somos todos testigos y no solo ni primordialmente los poderes del Estado. Hoy gobiernan la autonomía catalana dos partidos herederos de los que se rebelaron violentamente contra el gobierno legítimo de la Segunda República. El socialista, cuyo dirigente Largo Caballero promovió la revolución de Asturias, y Esquerra Republicana de Catalunya que declaró la independencia de su país apoyándose en la fuerza armada de la Generalitat. Las consecuencias de todo aquello fueron el prólogo del levantamiento militar, la guerra civil y la dictadura que tuvimos que padecer todos los españoles hasta 1975.

«La pelea entre los partidos centrales de este país es una actitud claramente destructiva de la paz y la estabilidad democráticas»

El peaje que el presidente del Gobierno español y su monaguillo de turno han tenido que pagar a sus socios de gobierno en Barcelona es no solo económico; afecta a los derechos no respetados de estudiar en la lengua española a los ciudadanos de esa autonomía no catalanoparlantes; a la seguridad y control de las fronteras, atribución exclusiva del Estado; y las finanzas generales del Estado que ya ni siquiera se debaten en el Parlamento. Al frente de este embrollo se escurre, más que lidera, un personaje como Illa, otro ministro que también recibió a Koldo en su despacho pero solo unos minutos, otro más, y lo puso en contacto con su jefe de gabinete. Luego, compradas las mascarillas de turno, en mitad de la pandemia y siendo ministro de Sanidad, tuvo la jeta de dimitir sin asumir responsabilidad alguna, a cambio de poder disfrutar la canongía pactada con Esquerra, que le concedió el ser nombrado muy honorable. Ni su gestión en Madrid ni la que lleva a cabo en Barcelona acreditan lo acertado de ese título. 

Pero no miremos solo a nuestra izquierda. Sánchez, Ábalos, Koldo, Cerdán, Illa, Montero y la muy triste Alegría… son el Estado. También lo son Mazón, Feijóo, Abascal y hasta Otegui, aunque le pese. El descrédito de la clase política tiene nombre y apellidos. Y el espectáculo dado recientemente por sus representantes amerita una solución. El primer pacto de Estado que se necesita es revisar el artículo VIII de la Constitución para acabar con la acumulación de burocracias superpuestas y amaños partidarios que sangran a las finanzas públicas y entorpecen la previsión y la lucha contra los incendios forestales. La pelea entre los partidos centrales de este país es una actitud claramente destructiva de la paz y la estabilidad democráticas. La ausencia de una elite política capaz de acordar sobre cuestiones que afectan a todos los ciudadanos, al margen su condición e ideologías, demanda una disculpa, y hasta un acto de contrición, no el aluvión de nuevas promesas en las que ya casi nadie cree. El segundo pacto de Estado es un cambio en la ley electoral que elimine las listas cerradas y bloqueadas, y acabe con el poder absoluto e inmerecido de la dirección de los partidos que ha sumido a lo largo de los años a la política española en un mar de corrupción y clientelismo. Ni las siglas del PSOE ni las del PP tienen que echarse nada a la cara a la hora de competir en desvergüenzas.

Y luego hagan el Pacto sobre el Clima, que tanta ilusión le hace al presidente, aunque bastaría con cumplir con lo establecido al respecto por la propia Unión Europea. Pero háganlo también sobre el cuidado de los montes, la España vaciada, la función de los Ayuntamientos, las Diputaciones, las Autonomías, y el embrollo burocrático que maltrata a este país desde que Quevedo lo denunciara. Y si quiere más Pactos lleve a cabo el señor presidente lo más indispensable: uno sobre la mermada y errante política exterior, para aclarar las decisiones sobre el Sahara, la derrota de nuestra influencia en la UE, nuestra ausencia en Latinoamérica, la trastienda económica de los acuerdos con China o Venezuela, el debate sobre el fin de la guerra de Ucrania, la condena al genocidio en Gaza, o nuestra posición en la OTAN. Nada de esto se ha llevado por el momento al parlamento. Y ese es el lugar adecuado para pactar todo lo que quiera. Lo que ha venido haciendo hasta ahora es solo clientelismo, amiguismo, chapucerías y compadreo. Nada parecido a un pacto. Lo más similar a una rendición a cambio de favores.  

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