Se acabaron las vacaciones
«Como toda promesa de libertad absoluta, la negación de la naturaleza por el Estado o por el Partido sólo puede ser una farsa, cuando no una tragedia»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Hubo un tiempo en el que los veranos eran tórridos, sí, pero tórridos como Los pianos mecánicos de Henri-François Rey; extensos, sí, pero de una intensidad descomunal aunque sin asfixia, y no terminaban como termina lo que ha llegado a su final, sino como una excepción anómala que la autoridad competente clausuraba de golpe como se cierra un garito ilegal.
Eran veranos en los que nadie se preocupaba por saber dónde pasaban sus vacaciones los gobernantes, porque era uno el que estaba de vacaciones, ignorando los peligros del cáncer de piel y confundiendo con un signo de desinfección sanitaria de las piscinas el olor de las cloraminas y los cianógenos resultantes de la mezcla del cloro con el sudor y la orina. El sol abrasador derretía implacablemente los horarios como si fueran cubitos de hielo en un inagotable vaso de vino con gaseosa, las sobremesas no tenían límite y bastaban los repelentes oleaginosos para combatir a los mosquitos, porque no había entre ellos tigres, ni dragones azules, y podía uno pasear por las playas o bañarse en los ríos y las charcas sin que su barriga se viralizase en doscientos treinta y cinco vídeos grabados con el móvil a orillas del agua.
Una indolencia benigna e irreverente suspendía la proyección sobre el presente de la aciaga sombra del porvenir inminente; y si se leía el periódico no era por avidez de novedades noticiosas, sino solamente para corroborar con malsana satisfacción que, fuera de aquella isla milagrosa, algunos desdichados, para evitar que el mundo desapareciese del todo y procurar que quedase aún alguna porción de él en septiembre, tenían la obligación de seguir trabajando como esclavos en agosto, del mismo modo que, al decir de Tomás de Aquino, a las almas que van camino del cielo tras el Juicio Final se les ofrece, para aumentar su felicidad, la oportunidad de contemplar la desgracia de las que son conducidas a rastras a cumplir su eterna condena en el infierno. Y los veraneantes de aquellos veranos se habrían reído a mandíbula batiente si hubieran escuchado que alguien consideraba «vacacional» una estancia máxima de cinco días en Islandia.
En los tiempos que acabo de recordar, en el mediterráneo se daban vacaciones en agosto porque hacía calor, es decir, obedeciendo lo que parecía ser un dictamen de la vieja soberana descubierta por los antiguos griegos, la naturaleza. Los ilustrados, siguiendo la máxima cartesiana que recomendaba solucionar algunos de los inconvenientes de esa soberanía «con un poco de industria», aumentaron notablemente el margen de autonomía y de libertad de los mortales por medios tecnológicos y políticos, pero nunca pusieron en tela de juicio la jurisdicción inapelable de la naturaleza como condición de posibilidad de nuestras andanzas en este mundo. En cambio, en estos tiempos, ese límite se ha empezado a sentir como una tiranía insoportable. La idea de que sean los órganos genitales o el paquete de cromosomas con los que venimos al mundo, y no nuestros legítimos sentimientos, los que determinen si somos machos o hembras nos parece una imposición obsoleta de la que no sólo podemos liberarnos mediante la cirugía o las hormonas sino, más simplemente, por la acción redentora del Estado, que garantiza la veracidad de nuestras pulsiones emocionales a través de los Registros Civiles.
Y ha pasado algo parecido con las vacaciones, que ahora dependen únicamente de nuestros deseos y no ya de los caprichos de la naturaleza. Sobre todo porque esos caprichos (es decir, las estaciones del año) coinciden a menudo con las fechas sagradas de los calendarios de culto de unas religiones en las que ya no creemos, por lo que resulta absurdo que nuestro asueto dependa de que se conmemoren el nacimiento o la pasión de Jesucristo, de quien hoy sabemos, por una inspirada canción de SKA-P, que era un «tío normal» al que la sociedad de consumo convirtió en un gran negocio. Hemos abandonado la superstición de que todo el mundo tiene que irse de vacaciones en tal o cual fecha, o durante tal o cual período («del quince al quince» y cábalas de este tipo), algo que, además de producir un parón de la actividad muy negativo para la economía, provocaba grandes embotellamientos y aglomeraciones gigantescas en donde se reunía muchísima gente sin ningún propósito claro.
«La desestacionalización de las vacaciones es inseparable de la emancipación de la jornada laboral con respecto a los mandatos de la naturaleza»
Ahora podemos hacer vacaciones en cualquier fecha, sin importar lo que se celebre o que no se celebre nada en absoluto, y no necesitamos estar un mes, ni siquiera una quincena, porque además de salir carísimo, está comprobado que por encima de cinco días sin actividad productiva acechan diversos peligros: el desarrollo de un sentimiento de pertenencia al lugar de descanso, que hará traumático el regreso al trabajo, el hastío que puede conducir a una patología como la que sufren los miembros de las expediciones polares, sin mencionar que los maridos y padres ociosos pueden empezar a sentir la tentación de maltratar a sus esposas e hijas. Si elegimos fechas intrascendentes y reservamos los vuelos con antelación en compañías low cost, además de salirnos más barato, iremos ligeros de equipaje y haremos de cada día una experiencia irrepetible, puesto que no estaremos en ninguna parte el tiempo suficiente como para contraer hábitos. Y lo mejor de todo es que podemos irnos de vacaciones a cualquier parte, una vez nos hemos librado del fanático dogmatismo de que hay que ir siempre al mismo sitio. ¿Qué hace calor? Pues cinco días en Alaska, o en Malmo, pero siempre en un lugar diferente del de la última vez, para combatir la rutina. Así eliminamos el riesgo de estrés posvacacional, porque nadie puede echar de menos un sitio en el que casi no ha estado y al que no tiene intención alguna de volver. Ciertamente, a los campesinos (que, salvo en Cuba y en Vietnam, suelen ser retrógrados), a los cofrades y a los comparsas de los Moros y Cristianos no les resultará fácil asimilar este avance.
Pero está claro que la desestacionalización (y miniaturización) de las vacaciones es inseparable de la emancipación de la jornada laboral con respecto a los mandatos de la naturaleza, empezando por la distinción entre el día y la noche, que la ciencia ha demostrado que es solamente una diferencia relativa. La sociedad está escapando del tabú de que los horarios de trabajo nocturnos son únicamente «turnos de guardia» o excepciones relacionadas con ciertas profesiones. Hoy se están generalizando modelos de jornada más creativos, como la que va de las cinco de la tarde a la una de la madrugada, o de las ocho de la noche a las cuatro de la mañana, por lo que nuestras ciudades empiezan a parecerse a lo que las grandes películas futuristas nos anunciaban: muchos barrios comerciales permanecen abiertos 24 horas, como las cocinas non-stop, envueltos en una cautivadora atmósfera de neblina fluorescente en la que no es fácil distinguir la luz de la oscuridad, a lo Blade Runner, mientras los barrios residenciales son colonias-dormitorios en las que se podría instalar una sucursal del simpático museo del ocultismo de los Warren de Connecticut.
Y así como se han desestacionalizado las vacaciones, también se han desacralizado los días de la semana, terminando con la creencia fetichista en que no se puede trabajar el domingo, o el sábado, aunque uno sea agnóstico o ateo, o en que hay que pagar horas-extra a quien trabaja en Nochebuena o en Año nuevo. Una solución que, también en este caso, evitará los tapones de fin de semana y las afluencias multitudinarias a bares y restaurantes (a los que, si vas con amigos, es muy probable que, en ese clima febril, salgáis tarifando, y las disputas cara a cara son siempre más incómodas que los linchamientos en las redes sociales); si uno libra los martes y otro los jueves, no podrán juntarse en las casas los grupos de colegas o las familias (con las consiguientes broncas y alborotos que molestan a los vecinos y que, con los efluvios del alcohol, pueden acabar en divorcio o provocar que alguien salga desheredado, si no descalabrado).
Lo único malo de esta libertad ampliada es que le sucede como a aquella paloma «platónica» de la que hablaba Kant, que para poder volar más libremente decidió suprimir el aire, cuya resistencia frenaba el impulso de sus alas, y así eliminó el único elemento que le permitía levantar el vuelo. La naturaleza –que no son sólo los bosques, ríos, montes o mares, sino la manera de ser de las cosas que no dependen de nosotros pero de las que nosotros dependemos, incluyendo la «segunda naturaleza» que hemos construido y la tradición histórica que nos ha traído hasta donde estamos– es el único elemento en el que podemos levantar el vuelo de la libertad. Y, como toda promesa de libertad absoluta, la negación de la naturaleza por el Estado o por el Partido sólo puede ser una farsa, cuando no una tragedia.
Quien desconoce la diferencia de naturaleza entre el domingo y el lunes ignora que lo difícil no es hacer vacaciones en tal o cual fecha, sino hacer de tal o cual fecha una vacación, vaciarla de propósitos y elevarla a la categoría de fiesta, como ignora que los mortales no podemos viajar sin equipaje, ni librar cuando nos dé la gana, y que es precisamente porque Jesucristo no era nada parecido a un «tío normal» por lo que se ha convertido en un gran negocio. Y, creyendo haberse liberado de unos vínculos tiránicos, estará repitiendo la leyenda de aquella viñeta de El Roto que decía: Fui a donde me llevaron, ataqué cuando me dijeron y disparé cuando me ordenaron. Soy un luchador por la libertad. Eso, y no la fatal llegada de septiembre, sí que significaría que se han acabado las vacaciones.