The Objective
Guadalupe Sánchez

El colapso del Bienestar

«El Estado del Bienestar se convierte en el instrumento perfecto para que parásitos e incompetentes vivan del esfuerzo ajeno mientras denigran a quienes producen»

Opinión
El colapso del Bienestar

Ilustración de Alejandra Svriz.

El Estado del Bienestar se ha convertido en una bestia que se devora a sí misma. Nació como un pacto social para garantizar dignidad y paz a los ciudadanos tras dos guerras devastadoras. Hoy es un monstruo obeso que consume más recursos de los que la economía puede producir, al tiempo que exige más víctimas para prolongar su agonía. Lo acaba de reconocer Merz, el canciller alemán: el sistema gasta más de lo que genera y está colapsando. Y si el país más rico de Europa admite que no puede sostener su modelo, ¿qué le queda a España, donde se legisla para funcionarios y pensionistas mientras se castiga –y expulsa– a quien crea riqueza?

El problema no es sólo económico. Es moral y político. El Estado del Bienestar español se ha transformado en una gigantesca red clientelar que compra paz social a cambio de hipotecar el futuro. Se recorta libertad en pos del igualitarismo y se glorifica la dependencia como si fuera progreso. La aspiración vital del español medio no es emprender, innovar o prosperar, sino convertirse en funcionario o beneficiario de una dádiva pública. Y mientras tanto, el sector privado que debería sostener el sistema se asfixia bajo el peso de los impuestos, la burocracia y la inseguridad jurídica generada por normativas cada vez más delirantes.

Pero la peste de la decadencia asola toda Europa. Mario Draghi ha diagnosticado certeramente la irrelevancia del continente: una Unión Europea reducida a espectadora de los conflictos globales, con recursos y población suficientes, pero incapaz de transformar esa potencia en influencia real. Lo mismo ocurre en el plano interno: tenemos Estados hipertrofiados, pero sin fuerza para garantizar prosperidad a largo plazo. Nuestra ilusión de contar en el mundo se evapora al mismo ritmo que nuestra ilusión de sostener un Estado del Bienestar quebrado. La decadencia se consuma con leyes que imponen sustituir las pajitas de plástico por otras de papel o impiden separar un tapón de la botella, brindando a las mentes débiles la ilusión de que, con su gesto, salvan un mundo en el que cada día pintan menos.

En España, la situación roza lo grotesco. El Gobierno presume de que el PIB crece gracias a la llegada de millones de inmigrantes, como si ese dato fuera prueba de prosperidad. Pero más PIB no significa más bienestar: cuando ese crecimiento se sostiene en mano de obra poco cualificada que consume más recursos de los que genera, lo único que se consigue es inflar las estadísticas a costa de endeudar al país. La verdad es incómoda: la inmensa mayoría de los inmigrantes que llegan de fuera de la UE se sitúan en el tramo más bajo de renta y acaban siendo receptores netos del Estado del Bienestar. Eso no es crecimiento, es una ficción contable. Lo que necesitamos no es más población para maquillar cifras, sino inmigración de calidad, que aporte más de lo que cuesta y que sume prosperidad.

La decadencia española no se limita a la economía. Es política, cultural y moral. Lo prueban episodios como que una tertuliana mantenida con dinero público insulte en directo a los contribuyentes que la pagan o que accedan a plazas de funcionarios cualificados gente que carece de la titulación necesaria. El Estado del Bienestar se convierte así en el instrumento perfecto para que parásitos e incompetentes vivan del esfuerzo ajeno mientras denigran a quienes producen. Esa es la verdadera perversión del sistema: al que aporta no se le agradece su esfuerzo. Al contrario, es castigado, vilipendiado e incluso insultado.

«El debate público sigue atrapado en pequeñeces, como si el problema no fuera un sistema diseñado para consumir lo que no genera y gastar lo que no tiene»

La consecuencia está a la vista: sociedades conformistas, infantilizadas, incapaces de exigir otra cosa que no sea más subsidios, más rentas mínimas, más cheques electorales. Multitudes resignadas convencidas de que empobrecerse es la forma más elevada de sostenibilidad y que la servidumbre en la que habitan es libertad. Gente que baila y canta cuando su tren se detiene.

Mientras tanto, la deuda se dispara, las pensiones son insostenibles y los servicios públicos se deterioran a pasos agigantados. Pero el debate público sigue atrapado en pequeñeces, como si el problema no fuera un sistema entero diseñado para consumir lo que no genera y gastar lo que no tiene. La verdad es que sin un sector privado potente no habrá riqueza que redistribuir. Y sin libertad económica no habrá bienestar que sostener.

El Estado del Bienestar no se hunde porque falten recursos, sino porque sobra complacencia. Se hunde porque los europeos hemos decidido ser espectadores de nuestro propio colapso. Y porque preferimos la anestesia de una paga a la incertidumbre de la libertad y la carga de la responsabilidad. 

El colapso del Bienestar no es un futuro hipotético. Es nuestro presente. Y no lo frena ni Draghi con su diagnóstico ni Merz con sus advertencias. Lo frenaría una ciudadanía dispuesta a asumir la responsabilidad de su destino. Pero eso exigiría coraje. Y el coraje, como el dinero, se ha evaporado en Europa.

Publicidad