The Objective
Antonio Agredano

La melancolía de lo público

«El sanchismo va mucho más allá del propio PSOE. Es una forma de entender la gestión desde el frentismo, la rentabilización electoral y el ruido»

Opinión
La melancolía de lo público

Ilustración de Alejandra Svriz.

Toda cicatriz es un recuerdo. Por ese garabato de piel se desbordó la sangre y se avivó el dolor. Asomarse al campo este verano es autopsiar un cuerpo que ha sufrido. Un paisaje oscuro. Extendido y ausente. Memoria del fuego. De la pérdida.

Ardió el país este verano, con crudeza y fatalidad, y la política también ardió, de forma diferente, con ese crepitar minúsculo y molesto. Con esa llamita que, con muy poco, llena portadas, tertulias e informativos. A veces deseo una gestión silenciosa, gris y funcionarial, que sólo despertara quince días antes de las urnas.

Hay tragedias que hacen inútiles las palabras. Que sólo pueden afrontarse desde la lealtad y el respeto a la ciudadanía. Pero vivimos tiempos confusos. Pienso en esas alcaldesas y en los alcaldes con el fuego cercando sus municipios. Seguro que ninguno de ellos pensó en sus siglas. Ni en ocurrencias ni en desgaste al enemigo. 

Sé, porque así me lo han contado, que sólo estaban ahí, ofreciéndose a los profesionales de la extinción, poniendo rostro a las cosechas perdidas y al ganado calcinado. Y que llamaban al teléfono a sus vecinos, y les contaban lo que habían vivido y sabían tras cada día, en la orilla misma del infierno.

Empieza el curso político con la amenaza de la desafección. Aquello que sucede a la indignación. Aquello que abona el populismo y la emoción del caos. Cuando un ciudadano pierde la esperanza, el sistema se deshace y las instituciones caen, inevitablemente, en el arbitrio.

«Siete de cada diez ciudadanos manifiestan niveles moderados o altos de desafección»

Según el último estudio de la Fundación BBVA sobre confianza en España, los partidos políticos obtienen una calificación de apenas 2,5 sobre 10, mientras que el Gobierno de España no supera el 3,5. España lidera, además, el ranking europeo de descontento institucional: siete de cada diez ciudadanos manifiestan niveles moderados o altos de desafección. No es solo hartazgo, es la pérdida de fe en que el sistema pueda generar soluciones reales. Y cuando una sociedad deja de creer en sus instituciones, los discursos extremistas encuentran terreno fértil para florecer.

Ante los acontecimientos importantes, España no está respondiendo. Hay una maraña en torno a cada episodio vivido, a cada desafío, a cada posicionamiento. El sanchismo va mucho más allá del propio PSOE. Es una forma de entender la gestión desde el frentismo, la rentabilización electoral y el ruido. Todo lo contagia. Todo lo invade. Todo lo rompe.

¿Podemos aguantar tanto de lo mismo? ¿Esta insatisfacción permanente, esta falta de esperanza, la sensación, o no tal sensación, de que estamos yendo a peor? ¿De qué tenemos un país más pobre, más peligroso, más injusto, menos sólido, donde la convivencia se ha convertido en un ejercicio fatigoso?

La brecha generacional agrava este agotamiento. Los jóvenes, que tradicionalmente han sido el motor del optimismo social, muestran una pesadumbre alarmante: al 38% de los menores de 24 años no les importaría vivir en un régimen «poco democrático» si eso les garantizara mejor calidad de vida. Es la generación que heredó la crisis de 2008, que enfrenta un 25,4% de paro juvenil –el más alto de la Unión Europea– y que, según los cálculos actuales, tendrá que trabajar hasta más allá de los setenta años para mantener su nivel de vida en la jubilación. El país les está fallando y a muchos ya les importa fallar a su país.

«Frente a la negrura, creo que es momento de resistir. De recuperar nuestra parcela pública. De no abandonar este país a su suerte»

Y no solo para los jóvenes, para cualquiera, está esa tentación de pasar de todo. De cerrar definitivamente las redes sociales. De no ver noticias, de no escuchar los monólogos radiofónicos de la mañana, de ignorar a los cientos de columnistas que, como yo, venimos aquí a contar esto y lo otro. La tentación de romper, de estirar, de probar, de agarrarse a voces subterráneas, de gritar más que hablar.

Pero, frente a la negrura, creo que es momento de resistir. De recuperar nuestra parcela pública. De no abandonar este país a su suerte. De que la inutilidad, la soberbia y la mediocridad de unos pocos no puedan sepultar nuestras expectativas, ni las de las generaciones que llegan detrás de la nuestra. 

Somos mucho más que ciudadanos que recogen las cacas de sus perros por las mañanas. Mucho más que ciudadanos que pagan con resignación y puntualidad sus impuestos. Mucho más que ciudadanos aplaudiendo el aterrizaje de los aviones y soltando cuatro euros por un café aguado en una franquicia estadounidense. Somos mucho más. Y estaría bien no olvidarlo, ahora que empieza el curso político, y debemos combatir, con cabeza y corazón, la melancolía de lo público.

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