The Objective
Javier Rioyo

Navegar es preciso, beber es muy agradable

«Apuramos los últimos tragos en la Ría de Aldán. Lo bueno de beber en el barco es que no te hacen la prueba del alcohol, ni te roban la cartera ni te quitan los puntos»

Opinión
Navegar es preciso, beber es muy agradable

Un grupo de embarcaciones surcan aguas gallegas. | Elena Fernández (Europa Press)

No fuimos navegantes, ni aquellos marineros con miedo a un mar lleno de peligro y misterio No escuchamos a Pompeyo cuando les animaba a vivir intensamente, afrontar los peligros, dar la vida por la patria, por el deber. Tampoco navegamos para crear o tener fe en la humanidad. No hemos sentido el misticismo de la raza, ni embarcamos a Roma en medio de la tormenta, ni fuimos Fernando Pessoa. Nada de eso hemos sido, nada de eso seremos, aunque nadie nos quitará el placer de haber navegado, de haber cruzado sin peligro entre Escila y Caribdis. No estuvimos con la ninfa, ni nos enfrentamos a Polifemo, ni escuchamos a las sirenas, ni probamos las flores del placer, ni las del bien, ni las del mal. 

Nunca fuimos Ulises. Hemos navegado, entre otros placeres, porque en el mar se bebe mejor, se afirma la amistad, se evocan lecturas, se canta a Domenico Modugno, Francesco de Gregori, Lucio Dalla o a los argonautas según Caetano Veloso. Pero también somos todo lo que nunca fuimos y lo que en algunos veranos también pudimos ser. Nunca he tenido barco, ni el dinero para tenerlo, pero he disfrutado, disfruto, de la rara fortuna de tener amigos que tienen dinero o empeño en navegar el Mediterráneo o soltar velas y motores en las Rías gallegas. Cada verano sueño con volver esos paraísos no olvidados, no perdidos, que nos permitían comenzar el verano navegando en el «Magari» por la gracia Maite Carpio. Disfrutando de sus cócteles y participando en el canto de su tripulación con música napolitana, amigos bebedores y algún vividor. Mientras sueño mediterráneos, soy feliz en estas lujosas, aunque más humildes, navegaciones gallegas.

 Nunca olvidaré esa parada en una pequeña isla llamada Ventotene. Partir de Roma, atracar en Ventotene, esa maravilla tranquila en el mar Tirreno que no tiene mil habitantes pero que tiene una historia entre la mítica, la épica y la resistencia que la hace única en nuestra civilización. Lugar de destierros desde la Antigua Roma hasta los antifascistas con Mussolini. Conoció los exilios de Julia, la hija de Augusto acusada por adúltera; de su hija Agripina acusada de conspirar contra Tiberio, una familia de mujeres singulares, poco domésticas, nada domesticadas que siguieron siendo exiliadas a este lugar de tanta belleza y soledad. Allí también fue Octavia, adúltera según su marido el emperador Nerón y otras muchas díscolas y paganas mujeres que quisieron ser libres. Lugar de destierro de algunos de los pioneros del sueño de una Europa supranacional y constitucional.

El llamado «Manifiesto de Ventotene» sigue siendo un texto fundamental para los que creemos en Europa. Fue redactado en los primeros años cuarenta por tres antifascistas de los que no deberíamos olvidar ni su vida, ni sus sueños. Manifiesto escrito en papel de cigarros, escondido en una caja metálica y guardado por sus responsables Altiero Spinelli, Ernesto Rossi y Eugenio Colorni, dos periodistas y un filósofo. No cedieron en sus deseos de ver un mundo mejor, una sociedad distinta, una Europa sin fronteras. Casi nada se ha cumplido, pero los escritos clandestinos de Spinelli, Rossi y Colorni todavía son razones para seguir brindando por esa idea de otra Europa, una construcción hoy muy alejada de nuestra política, de nuestros políticos. Ventotene es nuestro pasado remoto y la memoria de nuestro tiempo. Allí perviven los recuerdos a los héroes antifascistas con la columna que recuerda los sueños «imperiales» de Mussolini. Allí la memoria del pasado y la plácida vida del presente. Navegar a la isla de Ventotene no es preciso pero abre el mundo, alimenta deseos y provoca sed de justicia y de martinis.

La navegación del verano no ha sido de mitologías, ni odiseas, ni de heroicos redactores de manifiestos. Ni de barcos lujosos, ni de tripulación cantora, pero no exenta de pequeños ritos de lujos cercanos. Otra vez en las Rías Baixas, en la pequeña Ría de Aldán y alrededores, con las velas o los motores de los pequeños barcos de los Manzano-Monís, los Valcárcel, los amigos de veranos e inviernos. Amigos que nos permiten seguir navegando y bebiendo por este lugar de belleza y desorden, cerca del feísmo y los fuegos, al lado de la placidez y cerca de sus especulaciones. En la casa de José María Castroviejo, con su amigo Álvaro Cunqueiro, terminaron esa pequeña joya de nuestra literatura de itinerancias y placeres: Viaje por los montes y chimeneas de Galicia. En su casa familiar de Aldán conocimos a sus hijos y a su loro. Recordado loro que decía muchas palabrotas y que no paraba de decir «corruptos» a todos los que llegaban a aquella casa. Incluido el socialista incorruptible que fue Javier Solana, que sonreía con aquellas palabras de bienvenida del loro. Quizá fue el propio José María Castroviejo quien le enseñó ese término que no deja de estar vigente.

Castroviejo, como tantos de su generación, pasó del izquierdismo galleguista al carlismo. Del carlismo al falangismo y con el franquismo se dio de baja de ideologías y de fe. Se dedicó a la naturaleza, la caza, la coquinaria y a los buenos caldos de la tierra. Arte del que fue maestro mayor su amigo, también falangista, también descreído y vividor gozoso, Álvaro Cunqueiro. Con mucha curiosidad e interés espero la biografía que mi querido Antonio Rivero Taravillo publicará en unas semanas. Me gusta esta manera de ser español abierto, curioso y poético que tiene Taravillo, poeta melillense que vive y lucha en Sevilla, que escribió la mejor biografía de Luis Cernuda y que ahora anuncia su acercamiento a la vida fantástica y real del soñador, escritor, gozador, sabio en saber comer y en saber «sobrebeber». Gran Cunqueiro que nos engañó en Mondoñedo recibiéndonos en una casa que no era la suya. No importa, su tumba está bien cuidada y su memoria bien viva.

Ría de Aldán, la ría que conoció Luis Buñuel con su amigo José Luis Barros. En la casa del ilustrado cirujano, bibliófilo, seductor, amigo de Gades y Cela, de Pepa Flores y Caballero Bonald, uno de los mejores amigos del discreto regreso de Buñuel a la España de Franco se refugió nuestro mayor cineasta. En compañía de pocos amigos, buenos vividores y bebedores del antifranquismo. En esta ría, en la casa de Barros, escribió parte del guion de su película La vía láctea. Buñuel gustaba de comer bien, pero lo que más apreciaba eran los tragos. No quería navegar, no era preciso; beber sí era preciso. Se tomaban unos vinos y recordaban las palabras de Lord Byron: «El vino anima al triste, revive al viejo, inspira al joven, aleja el pesar de las preocupaciones y sus peligros, abre un nuevo mundo cuando éste, el actual se cierra». Y entonces llegaba el momento de la verdad, el momento del perfecto «Dry Martini». Ese cóctel, el más sencillo y complejo, que fue inventado en Nueva York hacia 1910, según recuerda uno de los mejores bebedores/escritores que conocemos: Kingsley Amis –si pueden encontrar su libro Sobrebeber, se pueden premiar con un trago de mi parte– que también recuerda que ese cóctel fue la bebida favorita del primer magnate del petróleo John D. Rockefeller, «murió a los noventa y ocho años, dato a tener en cuenta cuando se metan contigo por beber en exceso». Cuando Buñuel bebía unos martinis le gustaba amenazar a sus hijos con cambiar el testamento y dejar todos sus «bienes» a Nelson Rockefeller, que tampoco fue abstemio, creo.

Apuramos los últimos tragos en la Ría de Aldán. Lo bueno de beber en el barco es que no te hacen la prueba del alcohol, ni te roban la cartera ni te quitan los puntos. Cuando la mar está en calma el barco es el mejor bar, además del más cercano. Terminamos el verano, seguimos lejos de esos humanos tan equivocados y tan parecidos: los dipsómanos y los abstemios. «Ambos consideran el vino como una droga y no como una bebida», como dice nuestro Chesterton de cada día. 

Adiós rías, adiós barcos. Adiós Ría de Aldán, de tan felices recuerdos de cuando Felipe y Letizia se fugaban en secreto. Adiós barco de Amancio Ortega, el mismo que todos los veranos veo desde mis semanas en el jardín con vistas a la ría. El mismo que me hace desear seguir navegando entre las bateas de los mejillones que serán la perfecta compañía de sus humildes y exquisitas «luras». Disfrutar con un Ribeiro en la barra improvisada del barco de los amigos. Esperar la hora del Dry Martini. A veces la vida merece un brindis. O dos.

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