The Objective
Gabriela Bustelo

La corrupción como espectáculo de masas

«¿Cómo pueden los políticos españoles pensar que sus saqueos de dinero público vayan a lograr escapar a la luz desinfectante de internet?»

Opinión
La corrupción como espectáculo de masas

Alejandra Svriz

Un colega periodista anda reivindicando, a la menor ocasión, su «privacidad inviolable» y su «derecho a la intimidad». Da una lata tremenda con el asunto, sobre todo entre amigos y con copas. Desde la primera vez que me tocó oír aquella parrafada, le dije que ya se podía ir despidiendo de sus turbios secretos, porque la digitalización nos iba a meter en edificios transparentes de fibra de vidrio. Puso los ojos en blanco, agitando una mano desdeñosamente. 

Decepciona que los profesionales de la información, supuestamente a la última, ignoren el alcance y el impacto de la revolución cibernética sobre los claroscuros de nuestras vidas pasadas y futuras. Vivimos ya en un panóptico digital donde cada transacción, cada correo electrónico, cada post en redes, cada factura de comilona ―y casi cada susurro― queda a un clic del escrutinio global. Esto afecta groso modo a la clase política occidental y en concreto a los líderes españoles (aborrecidos muy por encima del promedio, según las encuestas). En ​​este planeta huxleyano de filtraciones, hackeos y rastros imborrables de datos, ¿cómo pueden los políticos españoles pensar que sus saqueos de dinero público vayan a lograr escapar a la luz desinfectante de internet

En los albores de la cuarta revolución industrial, el volumen de exposición de transacciones delictivas y trapicheos sospechosos es portentoso: una diarrea de datos que genera titulares 24 horas sin descanso. De sol a sol presenciamos, en alta definición y a menudo en tiempo real, el desagüe mugriento de la corrupción política. Aparecen historiales de WhatsApp que detallan conversaciones impensables entre altos cargos del Gobierno, supuestos valedores del pueblo traficando con dinero público como quien pide comida a domicilio por el teléfono móvil. Las transferencias bancarias serpentean entre laberínticos paraísos fiscales, expuestas por periodistas de investigación que trabajan como arqueólogos digitales. Grabaciones secretas, captadas en dispositivos más pequeños que una conciencia, captan el cinismo despreocupado de los poderosos que se meten en política para robar el dinero de sus votantes. Las grabaciones de seguridad captan sin problemas el tosco mecanismo de un político enchufando al tonto de la familia en una institución estatal o concediendo un tercer sueldo público a un cacique local para devolverle un favor. Lo vemos sin pestañear. No hay nada oculto; todo se transmite en directo.

Esta es la primera capa del escarnio digital: ver no es creer; ver es mirar boquiabierto con un hilillo de baba en la comisura de los labios. La era ciber no ha fulminado la corrupción al eliminar el secretismo. Lo que ha hecho es convertir la corrupción en un espectáculo de masas, en un nuevo deporte de gran estadio. Las pruebas ya no se guardan celosamente; se suben a la red, se tuitean y se diseccionan en hilos virales, hasta quedar sustituidas rápidamente por el siguiente escándalo. El torrente diario de transgresiones funciona como una cortina de humo fija, una neblina de smog que impide vislumbrar los contornos de la magnitud de la tragedia. Cada día nos trae un nuevo escándalo sobre un politicastro distinto del día anterior, sobre un nuevo chiringuito, sobre una trama más ocurrente que la de ayer, convirtiendo la indignación colectiva en letargo. Cuanto más vemos, menos parece importar cualquier detalle individual de la deprimente panorámica. Un ministro pillado con las manos en la masa es una crisis de Gobierno; una docena de políticos acusados de robar es un «ruido» semanal al que nos hemos acostumbrado. Paradójicamente, la tecnología no mejora la rendición de cuentas, sino que parece anegarla en un océano de contenido mediático. 

«Las contranarrativas gubernamentales, lanzadas por expertos afines, retratan al acusador como el auténtico villano»

España sigue viviendo su día a día como un gran teatro del mundo calderoniano. Y nuestros políticos se han adaptado al nuevo escenario digital, añadiendo a su repertorio la indignación sobreactuada. No hay semana sin un comunicado en redes denunciando las «noticias falsas» o los «titulares fuera de contexto». Las contranarrativas gubernamentales, lanzadas por expertos afines, retratan al acusador como el auténtico villano. Tuitean y postean su profundo disgusto ante estos infundios en sus gloriosos tiempos de transparencia, mientras evitan cuidadosamente abordar las pruebas reales. Las herramientas digitales, creadas para exponerlo todo, funcionan de hecho como instrumentos de ofuscación. 

En la aurora de la tecnocracia tenemos más pruebas documentadas de corrupción que nunca antes en la historia de la humanidad, archivadas en la nube para la eternidad. Pero las consecuencias de delinquir siguen siendo, curiosamente, analógicas. Las dimisiones, cuando ocurren, son un noble sacrificio en aras de la política-espectáculo, nunca una admisión de culpa (y a menudo se recompensan con buenos puestos o jubilaciones). 

El secreto es una especie en vía de extinción. El reflector digital brilla con una fuerza angustiosa sobre cada sucio tejemaneje, cada promesa electoral no cumplida, cada conflicto de intereses. Lo vemos. Lo sabemos. Lo compartimos. Lo etiquetamos. Y luego, con un suspiro colectivo ampliado por un millón de mensajes en redes, comprobamos que los engranajes del poder siguen funcionando impasibles. El gran secreto que destapa la era digital no es la corrupción en sí, vieja como el mundo. El trágico secreto que queda al descubierto es nuestra propia impotencia, magnificada por miles de millones de terminales y dispositivos. La putrefacción política no está oculta; se transmite en vivo, se comparte, se disfruta y, en última instancia, se acepta como el precio de la entrada a la obra de teatro que lleva en cartel desde el cambio de siglo: la corrupción como espectáculo de masas.

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