La nueva derecha y el asedio a los gays
«No ha habido un movimiento cultural más moralista, predecible, insulso, necio y arrogante que el wokismo, pero lo que está viniendo después promete ser peor»

Ilustración de Alejandra Svriz.
En un principio fue el celo puritano con el que el progresismo canceló cualquier comentario, comportamiento o expresión artística que se desviara de sus estrechísimas convenciones morales; ahora es el sensible olfato tradicionalista el que está husmeando en los museos, las editoriales y las bibliotecas para censurar cualquier contenido que no corrobore sus igualmente estrechas nociones de lo que es una familia sana o una nación soberana. El primero nos llegó de las wokistas facultades de humanidades y ciencias sociales de Estados Unidos; el segundo tiene a su más fervoroso promotor en los búnkeres del Kremlin. Y aunque es verdad que la nueva derecha europea y americana no necesita a Putin para depurar sus propias agendas reaccionarias, también es cierto que cada vez se acerca más a sus postulados. Putin marca el compás con su sermón anti Unión Europea, antiglobalista y anti LGBTIQ, y detrás marchan sus aliados occidentales recibiendo préstamos bancarios y apoyo propagandístico en medios y redes.
En Rusia las cosas ya se han salido de madre y no solo se cancela, sino que se multa o mete en prisión a quien publique pasajes alusivos a la comunidad LGBTIQ. No tiene que ser una defensa o una alabanza; sencillamente, no se puede hablar del tema, e incluso en los libros traducidos que hablan de asuntos lejanos, los editores tienen que borrar las palabras gay o transexual para evitar multas ruinosas. La comunidad LGBTIQ es considerada una organización extremista, y cualquier referencia a ella se juzga como propaganda o como un guiño de complicidad que puede pagarse hasta con doce años de cárcel.
Y esto que suena tan deschavetado y tan medieval amenaza con instaurarse en Hungría, donde ya se intentó prohibir el Día del Orgullo Gay, y donde el pretexto de proteger a los menores ha servido para cancelar espectáculos como Billy Elliot y para desplazar toda película con temáticas LGBTIQ a la franja de mayores de 18 años. En esta nueva derecha la cancelación también avanza sincronizada. Donald Trump ha decidido dar la batalla cultural en la red de museos Smithsonian para que la historia que cuentan celebre la «grandeza estadounidense». Una grandeza que no contempla contribución alguna de las comunidades minoritarias, y que ha hecho que tanto los curadores como los artistas empiecen a autocensurarse. La pintora negra Amy Sherald canceló su exhibición de este otoño en el Smithsonian’s National Portrait Gallery, y las muestras de otros de creadores negros y gays han empezado a sufrir retrasos inesperados.
Ni hablar del régimen puritano y cancelador que impuso el gobernador de la Florida Ron DeSantis, ni de las contradicciones del libertario Milei, que sacó las novelas de Dolores Reyes, Gabriela Cabezón Cámara, Aurora Venturín y Sol Fantin de las escuelas públicas, y que tiene como asesor a un proselitista antigay que señala en sus panfletos los aspectos patológicos y efermizos del estilo de vida de los homosexuales. Vox va en la misma línea, cancelando cuanta película u obra de teatro que contenga escenas homosexuales o retirando los símbolos gays de los edificios públicos.
El wokismo trivializó temas muy serios como el cambio de sexo, pero la arremetida de la nueva derecha contra la comunidad LGBTIQ va mucho más allá de la crítica a la estulticia progre. Su propósito es que los gays desaparezcan del espacio público, que no tengan —como si su influencia fuera corruptora— contacto con los menores, y que desciendan en la escala ciudadana. Si en la Rusia de Boris Yeltsin se decía, a manera de chiste irónico, que lo peor del comunismo era lo que venía después, algo similar se puede decir de la situación contemporánea: no ha habido un movimiento cultural más moralista, predecible, insulso, necio y arrogante que el wokismo, pero lo que está viniendo después promete ser mucho peor.