La tradición como souvenir
«Arrojamos la tradición por la ventana y después pagamos entrada para contemplarla en el museo, en la catedral que ahora nos cobra como turistas»

Dos turistas se hacen una foto en la Alcazaba con la Torre de Espantaperros de fondo. | Europa Press
Vivimos cada verano la misma paradoja. Lo tradicional es, a menudo, objeto de burla: se le acusa de nostalgia, de inmovilismo, de resistencia inútil ante el curso triunfal del progreso. Y, sin embargo, nunca como hoy se han movilizado tantas multitudes para buscar precisamente lo que rechazan de plano en su vida cotidiana: la tradición. Con el turismo, esa pasión global, una constatación se hace evidente: el hombre moderno, despojado de rituales y tradiciones, de moral y de fe, no soporta la insulsa intemperie de la modernidad, que es un páramo sin canciones ni rezos, sin olor a pan ni domingo de descanso.
Y es que el turista no viaja únicamente para contemplar paisajes. Viaja por el alma, para probar una cocina que resiste la estandarización de las franquicias, para asistir —aunque sea como espectador— a rituales religiosos o admirar la cúpula de un fresco que respira siglos. En todas esas miradas late la sed de autenticidad, la nostalgia de una continuidad con nuestros ancestros, un eslabón roto que solo disfruta quien vive en un edificio antiguo o conserva una receta de cocina que hacía la abuela durante la guerra. Lo que el turista busca, no nos engañemos, es escapar de esa soledad que produce una modernidad sin profundidad.
Por supuesto, el turismo mal llevado degrada aquello que admira, y abundan las fórmulas de pura evasión y disfrute ventral bajuno. El turismo puede convertir la tradición en espectáculo y en mercancía, en souvenir y en “experiencia” estandarizada. Pero no deberíamos olvidar aquello que lo impulsa: la necesidad de reencontrarse con una densidad vital. Si millones de personas se agolpan en Sevilla para ver una procesión, si se apiñan en Florencia para contemplar frescos, si recorren templos en Kioto, es porque intuyen —quizá sin saberlo—que lo valioso es aquello que tiene afán de eternidad. Thibon expresó con claridad el camino a seguir: “Ni conservadores que bloquean el futuro, ni progresistas que niegan el pasado; debemos ser, ante todo, hombres de lo eterno”.
Thibon, de hecho, cree que el verdadero hombre tradicional no es conservador, “porque sabe muy bien que la esterilización es el proceso común a todas las conservas”. La tradición, para el pensador francés, no excluye la libertad creativa: la alimenta con toda la experiencia del pasado y de lo eterno, con la sabiduría que dan los siglos. ¿Es mejor ceder a la fiebre del cambio, sin propósito ni salvaguardas?
Pero he aquí una contradicción incómoda: las sociedades que consideran obsoletas sus tradiciones vivas las convierten, al mismo tiempo, en reclamo turístico. Se las arranca de su suelo espiritual para exhibirlas en el escaparate de lo culturalmente atractivo: lo bello se reduce a lo pintoresco. La tradición, reducida a espectáculo, sobrevive como decorado para el visitante.
El turista moderno, lo quiera o no, es un tradicionalista en tránsito, un viajero del tiempo. Viaja para recoger el pasado que no ha sabido integrar en su propia vida, en su día a día. Y quizá la mayor impostura de nuestra época consista en esta esquizofrenia: arrojamos la tradición por la ventana y después pagamos entrada para contemplarla en el museo, en el anticuario, en la catedral que ahora nos cobra como turistas. ¿No queríamos pueblos sin memoria, ritos sin fe, culturas sin continuidad, romper incluso con el género y todos sus roles asignados?
Thibon lo dijo con lucidez: “La tradición es la memoria de la humanidad; sin ella, el hombre se dispersa, se disuelve, se pierde en la nada”. El turismo de masas hoy confirma esa advertencia: bajo la apariencia de ocio y consumo, late en nosotros la angustia de una cultura que, habiendo renunciado a toda herencia, ya solo puede contemplar la tradición como espectáculo de masas. Y un mundo así, reducido a souvenir de sí mismo, se prepara para el vacío definitivo de todo significado.