The Objective
Antonio Caño

Las vacaciones del déspota

«Refugiado en los privilegios pagados por todos, el jefe del Gobierno ha exhibido su vida a espaldas de los ciudadanos»

Opinión
Las vacaciones del déspota

Ilustración de Alejandra Svriz.

Que si sale, que si se esconde, que cuánta gente le protege, que si se digna a abandonar su residencia oficial para atender unos minutos a la gente afectada por la plaga de incendios, que si se corea su nombre entre insultos en la mitad de las fiestas populares del país. Me queda la impresión de que hemos pasado el mes de agosto pendientes de las vacaciones del déspota.

Nunca en la democracia española hemos estado tan sometidos a la voluntad de un sólo hombre. Y no porque sus méritos sean muchos, que no lo son. En realidad, España no ha cesado de retroceder desde que gobierna. Pero sí porque ha acumulado más poder del que ningún otro presidente del Gobierno ha tenido jamás en este país.

Lo ha conseguido a base de anular los poderes de los demás. Ha convertido a los ministros de España en sus siervos personales, que repiten el argumentario del día, encaje o no con su trayectoria y sus creencias. Ha hecho del Parlamento una triste expresión diaria de su idea personal de la política: confundir, polarizar, dividir. Y, por supuesto, ha transformado al Partido Socialista en una secta a su servicio en la que triunfan y proliferan los dóciles y los corruptos.

De esa manera, sólo él merece atención en la política española porque sólo él decide lo que pasa en este país. Pero el personaje tiene la peculiaridad de que no ha acumulado todo ese poder por contrastada valía sino a base de intimidación y prebendas: quienes están con él, ascienden y se enriquecen; quienes le discuten su liderazgo, lo pagan con la marginación. Fuera de eso, no dispone el déspota de capacidades particulares que justifiquen su jactancioso proceder.

Por eso, en cuanto el país tiene un problema de verdad, se esconde y echa la culpa a los demás. Hay déspotas que se crecen en las crisis. Hasta las crean a veces para demostrarse imprescindibles. Donald Trump pertenece a esa especie que disfruta ofreciendo soluciones con su sello personal, por disparatadas que estas puedan llegar a ser. El nuestro no. El nuestro es de los que meten la cabeza bajo tierra y confían en que su maquinaria de propaganda acabe poniendo las cosas a su favor.

Es lo que pasó el pasado otoño con las inundaciones de Valencia y es lo que ha pasado este verano con los incendios repartidos por toda España. El déspota estaba descansando y tardó un siglo en reaccionar. Cuando lo hizo no fue para aportar soluciones, sino para inyectar en la situación la dosis debida de odio y enfrentamiento, su receta más recurrente para el éxito.

Y en esas condiciones llegamos al nuevo curso: más pobres y divididos de lo que acabamos el anterior. Con menos bosques, menos ánimos y más ganas de partirnos la cara. A ello nos animan constantemente los medios que el déspota ha puesto a su servicio para llamar idiotas a todos lo que no comulguen con la doctrina oficial.

A esto ha quedado reducida nuestra democracia, a observar cada día la lucecita de La Moncloa para que nos diga, no cuando va a haber elecciones, que eso empieza a ser lo de menos, sino en qué se va a gastar nuestro dinero, qué país nos va a quedar cuando esto acabe y qué va a ser de nuestras vidas.

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