The Objective
Antonio Elorza

Esclavos de Puigdemont

«La celebración por el PSOE del ‘Día de la Independencia de Cataluña’ es un paso más en la práctica del absurdo político, que ahora culmina en la visita de Illa al prófugo»

Opinión
Esclavos de Puigdemont

Ilustración de Alejandra Svriz.

En su última columna de El País, Daniel Gascón ha expuesto una imaginativa sugerencia: convertir la Diada catalana del 11 de septiembre en Fiesta Nacional española, en lugar del 12 de octubre. Sería una forma de combatir con el absurdo, el absurdo de otra ocurrencia, la gubernamental, rindiendo pleitesía una vez más a sus socios catalanes, al suspender ese día las sesiones del Congreso español. Pero tampoco iba a mejorar mucho las cosas, pues seguro que el equipo de Puigdemont encontraba materia para una nueva exigencia en el camino de la destrucción simbólica de España.

Mirada desde el ángulo del soberanismo catalán, la Diada fue un buen hallazgo, aplicando lo que Eric J. Hobsbawm llamó la invención de la tradición. En el curso de la construcción de las naciones contemporáneas, el pasado histórico real y la tradición inventada se funden en un cóctel con distintas proporciones para cada ocasión. Incluso cabe que la Historia resulte desfigurada por la presión de ideologías y estados de opinión. Para España, ello se traduce en el miedo a utilizar la expresión «monarquía de España», la más ajustada a los hechos y al lenguaje político del siglo XVI, sustituyéndola por la menos rotunda «monarquía hispánica», por no mencionar aberraciones de uso común, tales como la negación de la guerra de Independencia, que permite llevar la formación de la nación a la crisis agónica del siglo XIX. En sentido contrario, gracias a los trabajos de Joan-Lluis Marfany y de Jordi Canal, sabemos que en la segunda mitad del siglo XIX, a falta de una tradición estatal catalana, la tensión entre el dinamismo económico y cultural de Cataluña y el Estado, propició la creación paso a paso de una imagen mítica de la historia de Cataluña, en cuanto proyecto estatal sistemáticamente frustrado por la opresión española.

La guerra de Secesión de 1702 a 1714, con la victoria de Felipe V y, en consecuencia, de la centralización borbónica, se convirtió lógicamente en el punto álgido de ese recorrido, mediante la simple transformación por el catalanismo de la contienda dinástica, de Austrias contra Bobones en una guerra nacional perdida de Cataluña frente a España. Habría concluido el 11 de septiembre de 1714 con la capitulación de Barcelona.

Al llegar la Transición, la Diada se sumó a otras efemérides recuperadas, pero su significado originario, independencia de Cataluña aplastada por España, era una bomba de relojería, destinada a estallar en la primera crisis. Esta llegó con la frustración provocada por la reforma del Estatut. Desde el 11-S de 2012, la Diada fue el punto de salida para la carrera hacia la independencia.

A primera vista, su inserción y reconocimiento por el PSOE, léase Sánchez, dentro del calendario político español, se ofrece como propuesta de conciliación, dirigida a desactivarla, pero para ello hay dos obstáculos. El primero y principal, que en la conciencia nacionalista el 11-S no es ya el de la década de 1970. Se funde ahora con el 27-O, y por lo tanto, tras la legitimación del segundo por la ley de amnistía, el gesto supone efectivamente una normalización simbólica del independentismo, pero no limitada a 1714 y sus secuelas, sino sobre todo de la declaración de independencia del 27 de octubre de 2017. Ante ella se inclina ahora el Parlamento español. Y esto enlaza con la persistencia de los objetivos de independencia, radicalmente anticonstitucionales, de los aliados de Sánchez, Puigdemont y Junqueras. Es una entrega de calidad, sin contrapartida ni compensación.

«El episodio de la Diada y el Congreso es menor, pero acompaña a otros que no lo son, como la reforma de la Agencia fiscal catalana para la ‘singularidad’»

Así las cosas, la iniciativa puede parecer inútil, e incluso contraproducente, pero encaja a la perfección en la estrategia política de Pedro Sánchez, cuyo funcionamiento es similar al de una máquina que reacciona automáticamente a dos estímulos fundamentales, de acuerdo con una lógica de la acción previamente fijada.

Cuando se plantea un problema grave, ejemplo la inmigración, o surge un obstáculo ocasional de importancia, como en la secuencia dana-apagón-incendios, toca la ocultación del presidente y ante todo no asumir responsabilidades, para desde esa inhibición cargarlas luego sobre el PP y capitalizar políticamente la crisis. Esta misma noche hemos visto como Pedro Sánchez reaparece, de la mano de Pepa Bueno en TVE, en el doble papel de salvador de España y verdugo del PP (y de cualquier crítica), valiéndose precisamente de esa combinatoria de eclipse temporal e inacción durante la semana de fuego. Es una táctica que Franco patentó con éxito en los años 40: dejar que los enemigos asomen la cabeza, para luego «clavarles los dientes hasta el alma».

El segundo estímulo es de naturaleza muy diferente: atender siempre a las demandas de los aliados nacionalistas/independentistas, incluso anticipándose a ellas, para de este modo apuntalar un gobierno desgastado por el rayo que no cesa de la corrupción. Por un lado, polarizar hasta el extremo para mandar; por otro, ceder en todo para sobrevivir.

El balance es necesariamente contradictorio, ya que en el primer sentido la convivencia democrática abre paso a una deriva inequívoca hacia la dictadura, porque solo desde la concentración de los tres poderes en el ejecutivo resulta posible el aplastamiento permanente de la oposición. En el segundo, ese mismo poder autocrático se encuentra incapacitado para una acción normal de gobierno por su sumisión a las presiones del independentismo, y por añadidura, en la obligada secuencia de aceptación de sus demandas, va entregando sin pestañear pedazos del ordenamiento constitucional (como la jerarquía de lenguas del artículo 3º o, de cara al futuro, la equidad en la distribución de la fiscalidad, hasta la propia existencia de la nación española).

En definitiva, asistimos al sorprendente espectáculo político de que un poder personal excepcionalmente fuerte pone en marcha un proceso de deconstrucción constitucional, y en definitiva de autodestrucción del Estado español. El episodio de la Diada y el Congreso es menor, pero acompaña a otros en el mismo sentido que no lo son, tales como la reforma urgente por Illa de la Agencia fiscal catalana para dar acogida a la «singularidad», las presiones por la plena absolución de Puigdemont o la subordinación de la política española en la UE al reconocimiento del catalán, susceptible de figurar en los anales de lo grotesco. Todo un muestrario de la sumisión a una fuerza política, el independentismo catalán, que en sus dos versiones principales tiene por santo objetivo la destrucción de España.

«Hoy por hoy, la independencia vasca no sería rentable y no hace falta Diada, pero en el plano simbólico, el nombre de España y España como nación, siguen siendo proscritos»

Bajo una superficial normalidad, se registra una orientación similar hacia separación de España en la política nacionalista, que reina sin oposición en el aparente oasis vasco.

La desnacionalización política, que no económica -a pesar del cupo- ni cultural, es ya una seña de identidad vasca. El apoyo de PNV y Bildu al gobierno Sánchez no solo se ha traducido en la inmutabilidad del privilegio fiscal, sino en concesiones de todo tipo, como el chalet del Gobierno vasco adjudicado al PNV, incluida una capa de olvido para las cuatro décadas de ETA, con readmisión plena de Bildu al circulo democrático y silencio sobre las complicidades del PNV. Nada mejor para probarlo que el Memorial dedicado a las víctimas del terrorismo en Vitoria: los asesinos, convenientemente olvidados. Y el equilibrio anterior entre nacionalistas y constitucionales, roto definitivamente. Nada extraño, habiendo sido Patxi López lehendakari (por cierto, con leal respaldo del perverso PP). Vía Bildu, con el apoyo decisivo del PSOE, ETA perdió la guerra, pero el nacionalismo ha vencido políticamente, sin revisión alguna de los crímenes del pasado. Es más, el prestigio del terror, como expresión de patriotismo, se mantiene intacto en medios populares de lo que ya no es solo Euskadi, sino Euskalherria, con Navarra incorporada paso a paso.

Hoy por hoy, la independencia vasca no sería rentable y no hace falta Diada, pero en el plano simbólico, el nombre de España y España como nación, siguen siendo proscritos. Parafraseando al personaje de Ocho apellidos vascos, el alcalde peneuvista de Bilbao se refiere al «sur del Estado español», para no imitar los desórdenes de esa tierra ajena a Euskadi, y sigue en pie el ejercicio de exclusión en ETB que hace años obligó a inventarse una nacionalidad soriarra (soriana), muy adecuada hoy para Aitor Esteban, para no decir que en un campeonato mundial un español había ganado a un vasco.

Ahora mismo, constantemente, el País Vasco (Euskalerría, con Navarra anexionada) se presenta como provisto de una identidad propia, relacionada con el mundo, España excluida. «Vascos por el mundo» sería el programa-reflejo en ETB de tal propósito, pero también valdría para probarlo la cotidiana tabarra con el folklore. En el equipo de futbol, emblema de la nación, el Athletic, las dudas del pasado han sido superadas y triunfan jugadores de color, incluso marroquíes, mientras los procedentes del resto del Estado, a excepción de Rioja, quedan discretamente fuera.

Es una sedicente filosofía, la cual, ante el inevitable uso mayoritario del español, se traduce a nivel político en una ley del empleo orientada a excluir a los castellanohablantes de la administración, instaurando el monopolio euskaldún. Entre tanto, a pesar de la satisfacción social con el rentable status autonómico del día, tanto PNV como Bildu quieren dar un paso más hacia la cosoberanía, en una relación bilateral con el Estado, mientras se hacen pagar con nuevas concesiones los votos de apoyo a Sánchez. El tema tabú de una eventual integración en el Estado, con el reconocimiento explícito de que España existe, no aparece ni puede aparecer.

Es la situación económica privilegiada, gracias al concierto, lo que hace prever un futuro de concordia, siempre que aquella no se vea amenazada y tampoco sobrevenga una crisis que fuerce su revisión o surja el rechazo por el Estado a las pretensiones que de momento abandera Cataluña.

La celebración por el PSOE, a orden del presidente, del ‘Día de la Independencia de Cataluña’, es así al mismo tiempo un paso más adentrándose en la práctica del absurdo político, que ahora culmina en la visita de Illa al prófugo, y algo del todo lógico pensando en la contradicción insalvable que existe entre el interés personal de Pedro Sánchez y la estabilidad del Estado constitucional.

Los datos están ahí, pero lo insólito del proceso hace que el mismo desborde los marcos al uso del análisis político, aunque no sea la primera vez en la historia contemporánea que un hombre ambicioso, llegado al poder, proceda a la erosión sistemática del Estado que gobierna.

En este caso, la lógica de su actuación, pensando que hablamos de Cataluña y de España, nos remite a la obra del gran escritor catalán Salvador Espríu, Ariadna al laberint grotesc, de 1935, que interpretaríamos como una metáfora del caos y de la inseguridad que preceden al estallido de la guerra civil.

Nuestro presidente, en el papel de Ariadna, nos introduce en el laberinto, y nos conduce por él, pero sin indicar la necesaria salida. El libro ofrece en su interior un recorrido por una galería de situaciones y personajes estrafalarios que se mueven sin sentido, a la sombra de un omnipresente e invisible minotauro. Algo parecido al inexplicable enjambre de concesiones y ocurrencias que caracteriza a la política de Sánchez para lograr su propia supervivencia, llevándonos de un sitio a otro en su laberinto grotesco.

En la Ariadna de Espríu, la política aparece excepcionalmente, en la figura del burgués que desatiende las peticiones de sus empleados, arguyendo que «todo se resolverá cuando seamos independientes». Junqueras y Puigdemont están ya inventados. Nos encontramos en 1935 y el pesimismo es absoluto. Referido implícitamente a Cataluña, Espriu cierra el libro con un lamento por «el país que ha perdido su alma». El diagnóstico sería extensible también hoy a España.

Publicidad