The Objective
Daniel Capó

Empieza el curso político

«Nuestro país lleva décadas con el discurso de la confrontación. Ya vemos sus frutos: debates sobre el nombre de las ciudades mientras arden nuestros bosques»

Opinión
Empieza el curso político

Ilustración de Alejandra Svriz.

El escritor francés Patrick Modiano llamaba al otoño la «estación de los proyectos». En septiembre aún brilla el sol hiriente del verano, pero se acaban las vacaciones y vuelve la cotidianidad de la vida. Las incógnitas se suceden; sobre todo en política, donde se cuenta –o se quiere contar– por semanas o meses el final del gobierno Sánchez. Uno, que con los años se ha vuelto escéptico, sabe que nada termina hasta que se firma el desahucio y se apaga la luz. Los partidos políticos -lo sugería Ione Belarra en RNE- engrasan sus maquinarias electorales a la espera de un adelanto que tal vez no llegue, a no ser que las investigaciones judiciales hagan insoportable la posición del gobierno. Todo es posible, incluso la cordura. Ya me entienden: la esperanza es lo último que se pierde.

Sospecho que la estación de los proyectos no verá este año un presupuesto aprobado ni, seguramente, la mínima subida del 2% anual en el sueldo de los funcionarios, que permanece congelado sin que los sindicatos de clase hayan alzado la voz. Josep Pla diría que la tomadura de pelo alcanza proporciones colosales. Dado que la economía «va como un tiro» y que la productividad aumenta «más que en ningún otro país europeo», los propagandistas no paran de repetir el mantra del «nuevo modelo de crecimiento español». Es asombroso que todo esto suceda sin presupuestos aprobados, en una legislatura que ha visto deteriorarse hasta extremos inauditos el mantenimiento de las infraestructuras, el acceso a la vivienda y la calidad del debate público. Si nos tomamos en serio el discurso oficial, quizás la conclusión más lógica sea olvidarnos del dichoso presupuesto y seguir así, dejando correr el agua. Por lo visto, avanzar hacia el futuro en formato ficción sale a cuenta. Sólo a unos cuantos, lógicamente. Y a muy pocos.

Lo que me preocupa no es el otoño, sino el vaciamiento de la cultura. Quiero decir que creo con Tocqueville que, por encima de las instituciones, lo importante es el nervio moral de los pueblos, sus virtudes y sus instintos, su carácter e interioridad. En España, la política se ha viciado durante los últimos veinte o veinticinco años, a la vez que tenía lugar una metamorfosis cultural. No quiero caer en la provocación de acusar a unos o a otros, o de decirles «¡y tú más!», porque el cainismo es estéril. Si leyéramos el libro del Génesis como un gran texto pedagógico sobre lo que nos define como humanos, veríamos que trata esencialmente sobre conflictos entre hermanos, ya sea por envidias, por herencias o por la primogenitura. Estos relatos sólo terminan bien cuando se produce un reencuentro, esto es, cuando se deja atrás el rencor y el enfrentamiento. Igualmente, la virtud democrática debe seguir esa senda.

Nuestro país lleva décadas alimentando el discurso de la confrontación. Da réditos electorales e incluso cohesiona a las pequeñas identidades que desconfían de toda experiencia compartida por la ciudadanía. Pero ya vemos cuáles son sus frutos: tediosos debates sobre el nombre oficial de las ciudades o de las provincias mientras arden nuestros bosques, sigue sin construirse nueva vivienda –ni pública ni privada– y los baches en las autovías se multiplican exponencialmente. Este es también un tema cultural, porque nos habla del cuidado –o de la falta de cuidado– del patrimonio común, que no es sino una forma de amor (o de desamor). 

El inicio del curso debería suscitar este tipo de reflexiones. Por algo llamamos al otoño la estación de los proyectos. Sé que no será así, porque para ello antes tendría que cambiar la cultura de fondo que articula nuestra sociedad. Ojalá me equivoque.

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