The Objective
Jorge Mestre

La Memoria de García Ortiz no tapa nuestra memoria

«El problema no es solo que el fiscal general esté procesado. El problema es que se haya institucionalizado la desvergüenza»

Opinión
La Memoria de García Ortiz no tapa nuestra memoria

Ilustración de Alejandra Svriz.

En los albores de este miércoles, cruzando el umbral de la Zarzuela con paso corto y cabeza alta (que es como cruzan la historia los personajes secundarios que creen ser protagonistas), Álvaro García Ortiz se plantó frente al Rey para entregarle la Memoria Anual de la Fiscalía. Podría haberle entregado un ramo de flores, una caja de bombones o, ya puestos, una confesión firmada. Pero no. Optó por el papel. Papel institucional, eso sí, bien impreso, con portada sobria y mucho contenido que, como los discursos de Año Nuevo, nadie leerá en voz alta sin perder la compostura.

Felipe VI hizo de Rey. Es decir, sonrió sin arrugar la toga del silencio. Recibió la Memoria, dio la mano, y quiero pensar que no perdió la memoria. Porque no es lo mismo recibir al fiscal general del Estado que recibir al fiscal general procesado del Estado. Ahí está el matiz, la grieta, la metonimia de una democracia que se lame las heridas con vaselina institucional.

García Ortiz, por su parte, cumplió el rito con la actitud del invitado que llega a una boda en la que nadie quería verle. En vez de llevar padrino, llevaba auto de procesamiento. En vez de testigos, llevaba periodistas. Y en vez de dignidad, llevaba servilismo reciclado en celofán institucional. Eso, y un escueto «buenos días». Nada más. Porque a veces el silencio no es prudencia, sino estrategia.

En un país donde el fiscal general está a punto de sentarse en el banquillo, la apertura del año judicial —prevista para mañana viernes— se convierte en un desfile de paradojas. El Rey presidirá el acto junto a un hombre al que el Tribunal Supremo ha confirmado como procesado por revelación de secretos. Un fiscal que no guarda los secretos sino que los filtra, como una cañería vieja o un teléfono sin encriptar. Si Kafka levantara la cabeza, pediría asilo.

Pero la cosa no acaba ahí. No hablamos de un error puntual, de un desliz técnico o de un resbalón burocrático. Hablamos de alguien reprobado por el Senado, desautorizado por el Supremo, censurado por asociaciones de fiscales y sostenido en pie por un Gobierno que colecciona causas judiciales como otros coleccionan dedales. Un Gobierno que mantiene su «plena confianza» en García Ortiz como el jugador que mantiene su fe en la ruleta rusa.

Recordemos. El señor fiscal es el mismo que desafió al Supremo en el nombramiento de Dolores Delgado como fiscal de Memoria Democrática, el mismo que firmó una nota de prensa con detalles reservados de un procedimiento que afectaba al novio de Ayuso y el mismo que se declara víctima del «lawfare» mientras reparte lecciones de ética judicial desde una silla con patas de plastilina.

«Ver a García Ortiz entregar la Memoria de la Fiscalía al Rey es como ver al lobo leerle a Caperucita la normativa del bosque o a un pirómano de este verano entregarle a Mañueco una guía contra incendios»

El episodio de este miércoles es solo una escena más del teatrillo institucional donde las marionetas se deshacen de los hilos y bailan solas. La Memoria —conviene recordarlo— es un documento solemne, no un biombo. El problema no es solo que el fiscal general esté procesado. El problema es que se haya institucionalizado la desvergüenza. Que la Memoria de la Fiscalía ya no recoja tanto la evolución del delito como la evolución de la desfachatez. Que el Rey, símbolo de continuidad, tenga que compartir tribuna con quien simboliza la erosión.

Y mientras tanto, Bolaños —ese ministro que cuando habla parece que dictara sentencias desde una cabina telefónica— ha asegurado en varias ocasiones que García Ortiz sigue siendo un «gran fiscal, eficaz y veraz». Como si todo esto fuera un malentendido. Como si el Supremo no existiera. Como si el banquillo no tuviera dueño.

Es la España al revés. Donde el fiscal está procesado, la esposa del presidente investigada, su hermano en el banquillo, uno de sus secretarios de organización preso y el otro, haciendo cola. Donde los delitos se diluyen en el telediario y la institucionalidad se plastifica como las bolsas del súper. Una democracia de cartón piedra donde los procesados reparten papeles y los inocentes se esconden en las cunetas.

Ayer, en la Zarzuela, se representó una escena que quedará para los libros —si es que los escriben quienes aún saben leer entre líneas—, la imagen de un fiscal general con fecha de juicio entregando al jefe del Estado el relato oficial de la legalidad. Como si el lobo le leyera a Caperucita el reglamento del bosque. Como si uno de los pirómanos de este verano entregara a Mañueco una guía contra incendios. Como si no pasara nada.

Pero sí pasa. Pasa que el sistema se agrieta. Pasa que la Justicia, cuando se contamina, no solo pierde credibilidad: pierde su función. Y pasa, sobre todo, que lo que debería avergonzar se celebra, lo que debería callar se imprime, y lo que debería cesar, comparece.

En la España de hoy, el Rey recibe la Memoria. Y la democracia… el olvido.

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